martes, 28 de junio de 2011

LITERATURA:"VÚLCOR, EL DRAGÓN".


Érase una vez un dragón que guardaba una esfera mágica en su guarida. La fiera se llamaba Vúlcor, ofrecía un aspecto tan bello como terrible y vivía en la más inclemente soledad desde hacía cientos de años. Los más esforzados caballeros intentaban darle muerte desde tiempos inmemoriales para arrebatarle el tesoro que con tanto celo velaba y ofre­cér­se­lo a las damas de sus respectivos sueños, pues la le­yenda aseguraba que, amén de tener un incalculable valor, nada en el mundo la supe­raba en belleza. El dragón, por su parte, la había conseguido en la noche de los tiempos bajo las cristalinas aguas del lago del rei­­no del Hada del Norte, cuando aún era un joven arrogante y hambriento de gloria, pues habéis de saber que estos gigantescos animales, que no siempre han sido enemigos de los hombres, son hijos de los dioses, y además de volar con sus enormes alas y echar grandes columnas de fuego poseen un gran valor e inteligencia.

Pero un gnomo de las montañas le informó un mal día de que los seres humanos habían capturado a la dulce Indaín, su fiel compañera, y la habían dado muerte entre atroces tormentos. Vúlcor les declaró una guerra sin cuartel y asoló una tras otra todas sus poblaciones, pasándolas a sangre y fuego, sin que su sed de venganza pareciera saciarse jamás. Los hombres, impotentes para escapar de tan poderoso enemigo, intentaron en vano aplacar a Vúlcor ofreciéndole numerosos sacrificios de muchachas vírgenes, mas la ira del dragón era terrible y en su alma ya no existía un resquicio donde se pudiese albergar la clemencia. Su dolor era infinito y la esperanza había abandonado su corazón.

Así las cosas, los aterrorizados humanos suplicaron a Tilan, la reina de las ninfas del bosque de Tirain, que les ayudase. Ésta, compadecida por sus sufrimientos, concertó una entrevista con Vúlcor en las montañas de Zebael, donde las nieves reinan eternamente y en las que el tiempo transcurre con más lentitud que en ningún otro lugar del universo.

Tilan, que acudió a la cita escoltada por sus ninfas gue­rre­ras, intentó en un momento que creyó propicio tocar el corazón herido de Vúlcor con una varita mágica de avellano con el fin de que recuperara la bondad y la paz perdidas, pero el dragón interpretó aquel gesto como un ataque de la reina y res­pondió con la velocidad del rayo, abrasando en el acto a Tilan y a todas sus ninfas, excepto a dos de ellas, Lunti y Radka, que, aunque malheridas, consiguieron huir y llegar al reino del Hada del Este. Al punto, la noche se apoderó del bosque de Tirain y los fértiles campos de los humanos se tornaron yermos y estériles, abriendo el paso a largos años de terribles hambrunas y penosas enfermedades.

Las ninfas relataron cuanto había acontecido al Hada del Este, quien, a pesar de albergar en su pecho un noble corazón, no se interesaba en absoluto por los asuntos de los humanos, a quienes consideraba seres insignificantes, egoístas y de­sa­gra­de­ci­dos. No obstante, como sentía un gran aprecio por las ninfas, decidió ayudar en esta ocasión, y mandó un mensaje a su hermana el Hada del Sur, que era como las llamas, impetuosa pero cambiante, solicitando su colaboración. Juntas, y en compañía de las guerreras Lunti y Radka, se encaminaron a Zebael en busca del terrible Vúlcor, que permanecía entre las nieves llorando amargamente la ausencia de su amada.

Pero el Hada del Sur, cuando advirtió cuán inmenso era el poder de Vúlcor, decidió cambiar de bando. Así, cuando su hermana y las dos ninfas estaban a punto de convencer al dragón de que perdonara a los humanos, pues su destrucción no mitigaría su dolor ni le devolvería a su amada Indaín, aconsejó al dragón que no abandonara la senda de violencia y destrucción que había iniciado y que no se dejara embaucar por el Hada del Este y sus acompañantes, pues habían hecho un pacto con los hombres para acabar con él. Además, le aseguró que ella le prestaría su apoyo si luego él la ayudaba a derrocar de sus tronos a sus tres hermanas, el Hada del Este, el Hada del Norte y el Hada del Oeste, para reunir ella en sus manos todo el poder del universo.

Sorprendidas por la traición, el Hada del Este y las ninfas no tuvieron tiempo de defenderse del fulminante ataque del dragón. Sólo Radka, simulando estar muerta, logró escapar de su furia, y cuando se creyó a salvo emprendió el camino del reino del Oeste en busca del Hada que lo gobernaba.

El Hada del Oeste no prestó ninguna atención a Radka, pues no podía creer que su hermana hubiera sido capaz de una maniobra tan miserable y mezquina, aunque es sabido que, en numerosas ocasiones, aquellos en los que más confiamos son quienes nos traicionan, va­lién­dose de esa confianza que consi­de­ramos recíproca. Además, al buen Hada del Oeste, pacifista por naturaleza, nunca le agradaron las ninfas guerreras, pues defendía con ardor que los problemas que aquejan al mundo pueden arreglarse mediante el diálogo.

Pocas jornadas más tarde, Vúlcor se presentó ante las puertas del castillo en compañía del Hada del Sur y con un numeroso ejército de horribles criaturas. Cegada por la ambición, el Hada del Sur acabó con la vida de su hermana y aquel reino de paz y amistad fue destruido y saqueado sin piedad. Una vez más, la valerosa Radka consiguió escapar de la muerte, esta vez gracias a su destreza con la espada, y se encaminó al único lugar seguro que conocía, el reino del Hada del Norte, la más sabia y serena de las cuatro hermanas.

El Hada del Norte sí creyó la historia que le contó Radka, y mandó a su pueblo que se preparara para repeler el inminente ataque, pero el Hada del Sur, que la conocía muy bien, intentó engañarla ocultando al dragón y sus huestes en la espesura de los bosques cercanos. Había planeado pasar la velada con su hermana y, aprovechando un descuido, clavarle una daga emponzoñada en la nuca, que es de la única manera que se puede matar a un hada, pero Radka, que había permanecido oculta detrás del trono de marfil de la reina del mundo del Norte, alcanzó con una de sus flechas de plata al Hada del Sur cuando ésta ya se disponía a acabar con la vida de su hermana. El Hada del Norte decidió silenciar la muerte de la traidora y, adquiriendo la apariencia de ella, se dirigió al encuentro de Vúlcor y su cohorte de sicarios.

Cuando se reunió con ellos en un claro del bosque, les explicó que el Hada del Norte ya no exis­tía, por lo que todo el poder del universo se encontraba en sus manos, y ordenó al ejército de oscuras criaturas que regre­saran a sus cavernas, y a Vúlcor le conminó a que retornara a las montañas de Zebael y a que cesara en su castigo a los humanos. Le aseguró que su alianza hallaría sobrada recompensa si se sumergía en el lago y recuperaba para ella una esfera cuajada de piedras preciosas de la que un día surgiría Antel, una hermosa hembra de dragón que le haría olvidar a su llorada Indaín.

Vúlcor escuchó atentamente el extraño discurso del Hada, y tras unos instantes de intensa duda se zambulló en las aguas del lago, sacando entre sus garras la preciosa y preciada esfera. Una vez que la tuvo en su poder, exclamó furioso:

–¿Acaso me tomas por un necio humano y piensas que voy a creerme que de esta esfera brotará mi nueva compañera? Mi amor está muerto para siempre y con él yace mi corazón. –El dragón sonrió con malicia–: No obstante, me quedaré con esta ba­ra­ti­ja que, al parecer, tanto aprecias.

Y al tiempo que decía esto, atacó con suma ferocidad y sin previo aviso al Hada del Norte. No obstante, ésta, más prudente que sus hermanas y avi­sa­da por Radka, sí estaba preparada para un eventual ataque de la bestia y logró repelerlo.

Cien días con sus cien noches duró el atroz combate, al cabo de los cuales el Hada del Norte consiguió herir al dragón y cortarle sus alas mágicas, pero a pesar de la gravedad de las heridas, Vúlcor logró escapar de la muerte y huir a sus eternamente nevadas montañas de Zebael con la esfera en su poder.

El Hada del Norte regresó consternada a su palacio, donde Radka, que no entendía el motivo de su aflicción toda vez que la victoria le había sonreído en la pelea, le preguntó el por­qué de su congoja.

–En efecto, querida Radka, he derrotado al dragón, pero él se ha llevado la esfera que le ofrecí como se­ñue­­lo, y con ella ha desaparecido, además de buena parte de la ri­que­za del reino, nuestra propia esencia. Él permanecerá durante muchos años en su refugio curando sus heridas, pero sanará y durante ese tiempo su rencor crecerá tanto como su deseo de venganza. Es fundamental que recuperemos la esfera, pues de lo contrario nuestro mundo desaparecerá, pues ella lo protege y no puede estar más de quinientos años alejada de las aguas del lago.

–¿Y qué podemos hacer, señora?

–Prácticamente nada, pues yo soy el único ser capaz de derrotarlo, pero mi padre, el dios de los vientos, no me permitiría abandonar jamás los confines del reino.

–En ese caso, permitidme a mí, la última ninfa del bosque de Tirain, que intente recuperarla...

–No, mi valiente guerrera, tú no puedes arriesgarte más de lo que ya lo has hecho, porque si murieras tu estirpe se extinguiría contigo. Has de buscar un duende en el bosque de Tirain, tal y como hicieron tus mayores, y alumbrar con vuestra luz hasta el último rincón del reino, devolviéndole la vida que perdió con la muerte de Tilan.

–¿Y de qué nos servirá si estamos condenados a desaparecer dentro de quinientos años?

–Ganar un tiempo precioso hasta que encontremos el remedio a nuestros males. Por otra parte, existe una solución, aunque de muy difícil realización: propaga la historia entre los mortales, pues también un valeroso caballero puede arrebatarle la esfera venciéndole en combate o un hombre de buen corazón convencerle para que se la entregue voluntariamente.

* * *
De esta manera fue como el Hada perdió su esfera y pasó a manos de Vúlcor, que la custodiaba en una tenebrosa caverna en los confines de Zebael sin saber cuál era su valor ver­da­de­ro. Y así fue como los más ambiciosos y audaces entre los ca­ba­lle­ros andantes, generación tras ge­ne­ra­ción, par­tían en su busca, pero todos ellos acababan muriendo bajo sus garras o abrasados por el fuego del dragón.

El Hada del Norte, después de muchos esfuerzos, consiguió romper el maleficio que pesaba sobre los campos de labor. Por su parte, Radka se unió al duende Goray y pobló junto a él de luz y nuevas ninfas y duendes el bosque de Tirain. Pero el principal problema, la recuperación de la esfera mágica, pa­re­cía no tener solución, hasta que un día...

... Hasta que un día Radka y Goray se toparon con un niño pelirrojo muy triste que se encontraba llorando tumbado sobre la hierba de la orilla de una charca verde al pie de las montañas.

–¿Qué haces tan lejos de tu casa, pequeño humano? –le pre­guntó Radka, envolviéndole en una nube de estrellas.

El niño, entre sollozos, le contó que ya no le quedaba nadie en el pueblo, pues sus padres habían muerto ahogados en el río que lo cruzaba, y que no perdonaba ni quería a los dioses por habérselos llevado de su lado, y que tampoco quería al resto de los niños porque ellos sí tenían padres que los criaban, los amaban y jugaban con ellos.

Radka sintió que una viva luz iluminaba su interior y, sin poderse contener, lanzó sobre el niño una miríada de estrellitas púrpuras que lo levantaron en volandas.

–¡Radka, deja al niño en paz! –protestó Goray alarmado–. Te conozco muy bien, no me mires así... ¿No pensarás en serio que este mocoso conseguirá lo que no han logrado los guerreros más curtidos ni los hombres más santos de la Tierra, verdad?

–¡Cállate, Goray, pues ciertamente eres el más necio de cuantos duendes poblaron jamás el bosque de Tirain! Debo estar hechizada por el Hada del Norte para desear vivir a tu lado. ¿Acaso no ves, asno volador, que no existe corazón más puro que el de un niño? Y éste tiene un corazoncito tan herido como el de Vúlcor... No sé cómo no me he dado cuenta antes...

–¡Tilan bendita, a esta ninfa se le ha ablandado el cerebro! Como se entere de esto el Hada del Norte...

–No se enterará porque tú nada le dirás –repuso Radka dedicándole un guiño de complicidad y depositando un beso en sus labios suave como la caricia del pétalo de una rosa.

–Está bien, tramposa… no le diré nada, mis labios permanecerán se­lla­dos para siempre –concluyó azorado Goray, a quien los besos frescos y deliciosos de Radka desarmaban siempre.

* * *
Y así fue como partieron los tres hacia las lejanas montañas de Zebael, donde Vúlcor custodiaba la esfera mágica y rumiaba su rencor y su tristeza en la soledad de su caverna. Y allí lo encontraron, dormitando sobre una montaña de ceniza.

–Tenemos que dejar al niño solo –sentenció Radka, y depositó al pequeño en el suelo con extremo cuidado, alejándose a continuación, pues la sola visión de Vúlcor le helaba el corazón. El niño, sin embargo, se sentó junto al dragón sin sentir ningún temor, y permaneció mirándolo hasta que se despertó.

–¿Quién eres tú, enano? ¿No sabes que yo soy Vúlcor y que pue­do hacerte desaparecer con sólo respirar? –bramó la bestia, intrigada por la mirada insolente de un ser tan diminuto.

–Soy Daniel, de la comarca de Narien, y no me pareces tan terrible como cuentan –respondió el niño gravemente.

El dragón, que había visto a grandes guerreros implorar gimoteando por sus vidas y temblar de miedo ante su presencia, soltó una pavorosa carcajada.

–¡Ah! ¿No? ¡Vaya, vaya con el mocito!

–Lo único que veo delante de mí es a un ser con una pena inmensa en el corazón, con una pena acaso tan grande como la mía –murmuró Daniel sin dejar de mirarle.

–¿Corazón? Yo no tengo corazón, mocoso...

–Sí, claro que lo tienes, y enorme. Más grande que todo mi cuerpo, y sufre porque ha perdido algo muy querido... Sufre tanto como el mío... –contestó Daniel mirando el suelo, mientras le daba distraídamente una patada a una piedra.

–Vaya, vaya... ¿Y qué es eso tan querido que has perdido tú? –preguntó Vúlcor arqueando sus pobladas cejas.

–A papá y a mamá, y ya nadie me querrá nunca ni cuidará de mí, y siempre estaré solo.

–Y por eso odias a todos y a todo, ¿verdad?

–Sí.

–Sí, pequeño, te comprendo. Yo también estoy solo... –Y una fibra del corazón de la bestia comenzó a latir con fuerza.

–Tú no estás solo, tú tienes una compañera dentro de esa esfera, pero no sabes cómo sacarla de su encierro...

El dragón se enfureció terriblemente al escuchar sus pa­la­bras y no le dejó terminar la frase.

–¿Quién te envía? ¡Dime! ¿Se trata acaso de otro ardid del Hada del Norte? Debí imaginármelo... Pues reza lo poco que sepas, por­que te voy a aplastar como la lombriz que eres...

–No, yo no soy más que un niño y nadie me envía, pero pue­do ver a tu compañera en su interior aguardando impaciente por salir –respondió el niño tranquilamente.

El dragón se sintió confundido por el aplomo del niño.

–Pero los humanos que te precedieron sólo veían en la esfera rubíes, perlas, brillantes, zafiros y esmeraldas con los que engalanar a sus damas, e incluso yo mismo no he visto en ella ninguna otra cosa jamás.

–Porque sólo veíais su exterior, no mirabais con el corazón. No buscabais su esencia, sólo su apariencia...

–Hagamos un trato –determinó Vúlcor mirándole fijamente–: si eres capaz de hacer que de su interior salga una compañera para mí, no sólo te perdonaré la vida, sino que te criaremos junto a nosotros y seremos tus padres, y el resto de los seres de tu especie podrá vivir en paz para siempre. Ahora bien, pobre de ti si intentas engañarme...

–¿Los perdonarás para siempre y vivirán felices? –le interrumpió el niño.

–Te juro que al menos yo no seré la causa de sus males.

Daniel aceptó con una sonrisa y se acercó al dragón.

–Mira, es muy fácil: sólo tienes que acariciarla con mucho amor y pedirle desde el fondo de tu corazón que salga, pero sin tratar de imponérselo. Y para ello tienes que recordar cómo eras antes de volverte tan terrible como lo eres ahora: bello, fuerte, confiado y alegre. Eso la dará confianza y ánimo, pues de lo contrario la atemorizarás y no querrá salir.

–¿Bello yo? Ya no tengo alas siquiera...

–Es cierto, pero ahora tienes algo mejor: la esperanza...

El dragón, al escucharle, soltó una inmensa llamarada de su interior, como si quisiera expulsar con ella el odio y el rencor acumulados en su corazón durante tantos años, y se dispuso a obedecer a Daniel, que le obser­va­ba expectante.

–No sé qué decir... –dijo Vúlcor girándose hacia el niño – Estoy confundido.

–No tienes que decir nada, sólo sentirlo. Envíale un sincero mensaje de amor y de paz desde el fondo de tu alma.

El dragón cerró sus enormes ojos azules como las aguas del río que bajaba impetuoso hasta el verde valle desde las cumbres de las montañas de Zebael, y apretando la bola contra su corazón con todas sus fuerzas le pidió angustiado desde su interior:

–Por favor, sal y vive para siempre conmigo.

Al punto, la esfera estalló en mil pedazos, dejando al descubierto la más bella y dulce hembra de dragón que jamás vieron los cielos. Y Vúlcor volvió a ser el más bello, fuerte y alegre dragón de la tierra, aunque ya no tuviera alas. De este modo fue como Da­niel consiguió los padres más maravillosos que un niño pudiera soñar, y todo lo había hecho desde el fondo de su corazón, aten­dien­do a la esencia y no a las formas.

–Pero ahora nuestro mundo está condenado a desaparecer para siempre... –murmuró Radka al ver que la esfera se había hecho añicos y ya nunca podría volver a tomar contacto con las aguas del lago del reino del Norte.

En tan funestos pensamientos andaba inmersa cuando la voz de Daniel la sacó de su ensimismamiento:

–Dulce Radka, ¿cómo es posible que tu inmensa sabiduría no te ayude a solucionar el problema? ¿Acaso tú tampoco ves otra cosa que la forma, sin reparar en la esencia de las cosas?

–¿Por qué me dices eso? –protestó afligida la ninfa.

–Porque sólo se ha roto el cascarón. Lo que verdaderamente importa, su vida, permanece, y, aún más, ha crecido al contacto con el aire puro –la respondió un maravillado Goray.

–¡Cállate, bobo! –le increpó la ninfa con dureza.

–No, Radka, el duende lleva razón. La esfera mágica con todas sus piedras preciosas no es nada sin Antel, que dormía en su interior y es su esencia: así pues, bastará con que Antel se sumerja en las mágicas aguas del lago del reino del Norte.

–Pues en ese caso estamos perdiendo un tiempo precioso, y yo no tengo ya ningún interés en que la vida concluya en este mundo –exclamó un redivivo Vúlcor, ahora exultante de alegría.

Partieron de inmediato en busca del Hada del Norte, que les acompañó presurosa hasta el lago para indicarle a Antel el lugar exacto en el que debería sumergirse al menos una vez cada quinientos años para que el mundo continuara existiendo. Y la razón volvió a situarse al lado de Daniel.

Sabed que es por esta causa y no por ninguna otra por lo que la vida continúa existiendo en la Tierra hasta nuestros días. Y que éste fue el motivo por el que Daniel se convirtió en el niño más dichoso del mundo, pues no todos pueden presumir de tener por padres a una pareja de dragones, por aya y consejera al Hada del Norte y contar con amigos como la ninfa más valerosa y el mejor entre los duendes. Y todo lo debía a haber sabido mirar desde el fondo de su corazón.

Y si los hombres no fueron los seres más felices de la tierra a partir de entonces, la culpa ya no fue de Vúlcor, sino de ellos­ mismos, que continuaron peleando entre sí sin descanso movidos por la avaricia y la ambición, e intentando matar dra­gones en busca de esferas cuajadas de piedras preciosas que ya no existían...

Pero ésa es ya otra historia, sobre todo porque la ma­yo­ría de los humanos suele fijarse más en las apariencias que en la esencia de las cosas y en los seres que las manejan.

Jose Manuel Iglesias Cervantes.

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