martes, 2 de marzo de 2021
MIS TEXTOS: "ASTEROPEO"
ASTEROPEO
Yace sobre la ribera
del Janto el noble Asteropeo.
Su fuerte brazo no pudo arrancar aquella lanza clavada en la
hierba.
Aquella que sólo su dueño podía blandir.
No retornarás con tus bravos peonios a la excelsa Amidón,
ni volverás a desoír los consejos y advertencias de tu
divino abuelo Axio, el dios río.
Todo hilo a de ser cortado.
¿Qué fue del vigor de tus miembros, de tu juventud y tu
fuerza?
¿Qué de tu gracia, tu arte con los caballos y tu ingenio?
Inexorable es el sino de los que comen los frutos de la tierra.
Inexorable es el curso trazado por Moro y las Moiras.
BETO
LITERATURA: "En el Pasaje del Dragón" de Robert W. Chambers
EN EL PASAJE DEL DRAGÓN
(IN THE COURT OF THE
DRAGON)
¡Oh! Vos a quien os
arde el corazón por aquellos que arden
en el Infierno, cuyos
fuegos vos mismo alimentáis a s u vez;
cuánto tiempo
suplicaréis: “¡Tened piedad de ellos, Señor!”
porque, ¿quién sois para
enseñar y Él para aprender?
En la Iglesia de St. Barnabé las
vísperas habían terminado; el clérigo abandonó el altar; el pequeño coro de
niños se arracimó en el presbiterio y se situó en la sillería del coro. Un
suizo ataviado con un opulento uniforme desfilaba por la nave sur haciendo
sonar su bastón sobre el pavimento de piedra cada cuatro pasos; tras el
avanzaba el elocuente predicador y excelente hombre, Monseigneur C—.
Mi asiento estaba sobre la
barandilla del presbiterio, y en ese momento volví la mirada hacía el extremo
oeste de la iglesia. El resto de personas situadas entre el altar y el púlpito
también se volvieron. Se escucharon unos leves crujidos de ropa y susurros
mientras la congragación se sentaba de nuevo; el predicador subió las escaleras
del púlpito, y la pieza inicial del órgano cesó.
Siempre me había parecido
interesante sumamente la música del órgano de St. Barnabé. Era una ejecución
experimentada y científica, demasiado quizás para mis conocimientos, pero que
denotaba una vivida aunque fría inteligencia. Además, poseía el gusto francés:
este reinaba supremo, digno y reservado.
Sin embargo, ese día, desde el
primer acorde advertí un cambio a peor, un cambio siniestro. Durante las
vísperas fue principalmente el órgano del presbiterio el que acompañó al bello
coro, pero de vez en cuando, aparentemente de forma bastante caprichosa, desde
la galería oeste donde está situado el gran órgano, unos pesados acordes
atravesaban la iglesia y la serena paz de aquellas voces cristalinas. Era algo
más que dureza y disonancia, aunque no se detectaba falta alguna de habilidad.
Tras irrumpir el sonido una y otra vez, recordé algo que había leído en mis
libros de arquitectura sobre la costumbre ancestral de bendecir el coro cuando
se ha finalizado su construcción, pero la nave, que con frecuencia se acababa
medio siglo más tarde, no recibía bendición alguna: me pregunté ociosamente si
ese había sido el caso de St. Barnabé, y si algo que habitualmente no se
suponía que debía habitar en una iglesia cristiana pudiera haber penetrado sin
ser detectado o haber tomado posesión de la galería oeste . Había leído que
cosas similares ocurrían también, pero nunca en obras de arquitectura.
Entonces recordé que St. Barnabé
no tenía más de cien años de antigüedad y me sonreí por la incongruente
asociación de supersticiones medievales con aquella alegre y pequeña obra de
rococó dieciochesco.
Pero en esos momentos las
vísperas ya habían finalizado, y tras ellas se suponía que debían sonar unos
cuantos acordes reposados, apropiados para acompañar la meditación, mientras
esperábamos el sermón. En su lugar, los acordes disonantes procedentes de la
parte baja de la iglesia estallaron cuando el clérigo se marchó, como si ya
nada pudiera controlarlos.
Pertenezco a una generación
anterior y más simple a la que no le gusta buscar sutilezas psicológicas en el
arte, y siempre me he negado a buscar en la música nada más allá que la melodía
y armonía, pero tuve la sensación de que en aquel laberinto de sonidos que en
esos momentos brotaba de aquel instrumento se estaba dando caza a algo. Lo
perseguían de un lado a otro de los pedales, mientras los teclados bramaban con aprobación. ¡Pobre
diablo! Quien quiera que fuese, ¡poca ocasión de escapar parecía tener!
Mi malestar nervioso se tornó en
ira. ¿Quién estaba haciendo eso? ¿Cómo se atrevía a tocar de esa forma en mitad
del sagrado servicio? Miré a la gente que estaba cerca de mí: nadie parecía
estar molesto en absoluto. Las plácidas frentes de las monjas arrodilladas, aún
vueltas hacia el altar, no perdieron un ápice de su devota abstracción bajo la
pálida sombra de sus tocas. La elegante dama que estaba a mi lado miraba con
expectación a Monseigneur C—. Por lo que su rostro delataba, el órgano bien
podría estar tocando un Ave María.
Pero ahora, por fin, el
predicador hizo la señal de la cruz y pidió silencio. Me volví hacia él
aliviado. Hasta el momento no había podido encontrar el descanso que había
ansiado cuando entre a St. Barnabé esa misma tarde.
Estaba consumido por tres noches
de sufrimiento físico y problemas mentales: la última había sido la peor, y era
un cuerpo exhausto, una mente abotargada y a un mismo tiempo sensible, lo que
me había llevado a visitar mi iglesia favorita para curarme. Porque había
estado leyendo El Rey de Amarillo.
“Al salir el Sol se esconden y
tienden en sus guaridas”*. Monseigneur C—. Pronunciaba su sermón con voz
calmada y la mirada serena puesta en la congregación. Mis ojos se volvieron, no
supe por qué, hacía la parte más baja de la iglesia. El organista salió de
detrás de los tubos y paso junto a la galería de camino a la salida, y lo vi
desaparecer por un pequeña puerta que conducía
a unas escaleras que llevaban directamente a la calle. Era un hombre
delgado y su rostro estaba tan blanco como negro era su abrigo.
“¡Ya era hora!”, pensé, “¡a otro
sitio con tu endemoniada música!” Espero que tu ayudante toque la pieza final
del órgano”.
Con un sentimiento de alivio, con
un profundo y sereno sentimiento de alivio, me volví de nuevo al afable rostro
en el púlpito y me dispuse a escuchar. Aquí, finalmente, llegó la tranquilidad
de mente que tanto había ansiado.
—Hijos míos —dijo el predicador—,
la verdad que el alma humana encuentra más difícil de aprender que no tiene
nada de temer. Nunca llega a entender que nada puede realmente herirla.
“¡Curiosa doctrina!”, pensé,
“para un cura católico. Veamos cómo hace reconciliar eso con los Padres de la
Iglesia”.
—Nada puede dañar el alma
—continuó con su voz más fría y clara—, porque…
(*) Salmos 104,22. (N. de la T.)
Pero no llegue a oír el resto, mi
ojo izquierdo se apartó de su rostro, no supe por qué razón, y busqué con él la
parte más baja de la iglesia. El mismo hombre salió de detrás del órgano y
atravesó la galería, igual que antes. Pero no había transcurrido suficiente
tiempo para que hubiera regresado, y si lo había hecho, debería haberlo visto.
Sentí un débil escalofrío, y mi corazón se encogió; sin embargo, sus idas y
venidas no eran en asunto mío. Le miré: no podía apartar los ojos de su negra
figura y su blanco rostro. Cuando se encontraba exactamente frente a mí, se
volvió y a través de la iglesia me lanzó directamente a los ojos una mirada de
odio, intensa y mortífera: nunca había visto en mi vida algo igual. ¡Ojalá no
volviera a verlo jamás! Entonces desapareció por la misma puerta por la que la
había visto marcharse hacía menos de sesenta segundos.
Me senté e intenté controlar mis
pensamientos. Mi primera sensación era como la de un niño muy pequeño
profundamente herido, aguantando la respiración antes de comenzar a llorar.
Encontrarme de repente a mí mismo
siendo el objeto de semejante odio resultaba exquisitamente doloroso: y aquel
hombre era un completo extraño.
¿Por qué podría odiarme de esa
manera?…. ¿A mí, a quién nunca antes había visto? Durante unos instantes todas
las otras sensaciones se fundieron en esa única punzada: incluso el miedo quedó
subyugado por ese pesar, y durante unos instantes no vacilé ni un segundo, pero
a continuación empecé a razonar, y una sensación de incongruencia vino en mi
ayuda.
Como ya había dicho, St. Barnabé
es una iglesia moderna. Es pequeña y bien iluminada; puede verse todo casi de
un solo vistazo. La galería del órgano recibe una luz intensa desde una hilera
de ventanales bajos en el triforio, que ni siquiera tienen vidrieras de
colores.
Estando el púlpito en el centro
de la iglesia, era lógico que, miraba hacia allí, cualquier cosa que se moviera
en el ala oeste no pasase inadvertida a mi ojo. Cuando el organista pasó por
segunda vez, no era de extrañar que lo viese: simplemente había calculado mal
el intervalo entre su primera y segunda aparición. Había entrado esa vez por
otra puerta lateral. En cuanto la mirada que tanto me había alterado, no había
existido en absoluto, y yo era un idiota histérico.
Miré a mí alrededor. ¡Este era un
lugar propicio para albergar horrores sobrenaturales! El rostro diáfano y
razonable de Monseigneur C—, sus maneras comedidas y sus gestos pausados y
elegantes, ¿no eran justamente un tanto incongruentes con cualquier noción de
truculento misterio? Eché un vistazo por encima de su cabeza y casi me reí.
Aquella dama al vuelo que sujetaba una esquina del palio del púlpito, semejante
a un mantel de damasco con flecos en medio de un fuerte vendaval, en cuanto a
un basilisco se posara sobre el órgano, le apuntaría con su trompeta de oro y
le soplaría arrastrándole cualquier rasgo de existencia. Me reí a mí mismo de
esta fantasía, la cual, en esos
momentos, me pareció muy divertida, y seguí sentado y burlándome de mí mismo y
de todo los demás; desde la vieja harpía en la parte externa de la barandilla
que me había hecho pagar diez céntimos antes de permitirme la entrada (ella se
parece más a un basilisco, me dije, que mi organista de tez anémica): desde esa
desabrida vieja dama, hasta; ¡ay, sí!, el mismísimo Monseigneur C—. Y es que
toda devoción se me había esfumado. Nunca antes había hecho algo semejante en
mi vida, pero ahora sentía el deseo de burlarme.
En cuanto al sermón, no podía
escuchar una sola palabra, porque en mis oídos resonaban los versos:
Ha logrado emular a San Pablo
Predicando aquellos seis sermones de Resurrección,
Más solemnes que cualquier otro que haya predicado
… al tiempo que fantaseaba con
los pensamientos más irreverentes.
No servía de nada seguir sentado
allí por más tiempo: debía salir fuera y sacudirme de este odioso estado de
ánimo. Era consciente de la descortesía que estaba cometiendo, pero aun así, me
levanté y abandoné la iglesia.
Un sol de primavera brillaba en
la rue St. Honoré mientras bajaba corriendo los escalones de la iglesia. En una
esquina había una carretilla llena de junquillos amarillos, pálidas violetas de
la Riviera, oscuras violetas rusas, y blancos jacintos romanos, entre una
dorada nube de flores mimosa. La calle estaba llena de hedonistas de domingo.
Balanceé mi bastón y reí junto al resto. Alguien me adelantó y pasó junto a mí,
no se volvió en ningún momento, pero poseía la misma maldad mortal en su blanco
perfil que había visto en sus ojos. Le observé hasta que se perdió de mi vista.
Su flexible espalda irradiaba la misma amenaza; cada paso que lo alejaba de mí
parecía conducirle a alguna misión conectada con mi destrucción.
Avancé arrastrándome, mis pies
casi rehusaban moverse. Empezó a invadirme un sentimiento de responsabilidad
por algo olvidado mucho tiempo atrás. Empezaba a tener la sensación de que me
merecía aquello con lo que me amenazaba: se remontaba a mucho tiempo atrás.
Había permanecido latente todos estos años, sin embargo, allí estaba, y pronto
se alzaría y se enfrentaría a mí. Pero yo intentaría escapar, y avancé con
dificultad lo mejor que pude por la rue de Rivoli, al otro lado de la Place de
la Concorde, en el Quai. Contemplé con ojos enfermos el sol brillando a través
de la espuma blanca de la fuente, derramándose por las espaldas del bronce
oscuro de los dioses del río, por la estructura de amatista del lejano Arco,
por las innumerables extensiones de grises troncos y ramas desnudas ligeramente
verdes. Entonces lo volví a ver avanzando por la alameda de castaños del Cours
la Reine.
Dejé la ribera del río, me
zambullí ciegamente por los Campos Elíseos y giré hacia el Arco. El sol
poniente desplegaba sus rayos por el verde césped del Rond-point: bajo la
intensa luz él se sentó en un banco, niños y madres jóvenes le rodeaban, no era
más que un paseante de domingo, como los otros, como yo mismo. Pronuncié las
palabras casi en voz alta, y durante todo el tiempo observé el odio maligno en
su rostro. Pero no me miraba a mí. Pasé a su lado y arrastre mis pies de plomo
por la avenida. Sabía que cada vez que lo encontraba, él estaba más cerca del
cumplimiento de su propósito y mi sino. Y aun así intentaba salvarme.
Los últimos rayos de la puesta de
sol atravesaban el gran Arco. Pasé debajo de este, y me encontré con él de
frente. Lo había dejado a bastante distancia en los Campos Elíseos y, sin
embargo, avanzaba hacia mí con una riada de gente que regresaba del Bois de
Boulogne. Se me acercó tanto que pasó rozándome. Su delgada figura parecía de
hierro dentro de su holgada vestimenta.
No mostraba ningún signo de tener
prisa, ni cansancio, ni ningún sentimiento humano. Todo su ser expresaba una
sola cosa: la voluntad, y el poder de hacerme daño.
Angustiado, observé hacía donde
se dirigía por la amplia Avenida atestada de gente e invadida por el brillo de
ruedas y arreos de los cascos de los caballos y los yelmos de la Guardia
Republicana.
Pronto se perdió de vista;
entonces, di media vuelta y huí. Me dirigí a l Bois y lo sobrepasé con creces…
No sé dónde fui, pero tras lo que me pareció un largo rato y cuando la noche ya había caído terminé sentado a una
mesa de una pequeña cafetería. Regresé al Bois. Ya habían pasado horas desde la
última vez que lo había visto. La fatiga física y el sufrimiento mental habían agotado mi capacidad de pensar o sentir.
Estaba cansado, ¡tan cansado! Ansiaba esconderme en mi propia guarida. Decidí
irme a casa, pero estaba a bastante distancia de allí.
Vivo en el Pasaje Dragón, un
callejón estrecho que conecta la rue de Rennes con la rue du Dragón.
Es un “impase” que sólo puede ser
atravesado por peatones. Sobre la entrada de la rue de Rennes hay un balcón
sostenido por un dragón de hierro. Es este pasaje viejas casas altas se alzan
a ambos lados y cerca de los extremos que desembocan a las calles.
Durante el día unas enormes verjas permanecen abiertas en el profundo soportal
de entrada, pero son cerradas a medianoche, y a partir de esa hora hay que
entrar llamando a ciertas portezuelas laterales. Los baches en el pavimento
acumulan indeseables charcos. Unas escaleras empinadas conducen a las puertas
que se abren en el pasaje. Las plantas bajas están ocupadas por tiendas de
comerciantes de segunda mano y talleres de forja. Todo el día el lugar resuena
con el tintinear de martillos y el
repiqueo de barras de metal.
Aunque el primer nivel resulte
ingrato, hay alegría, confort y trabajo duro y honesto en el nivel superior.
Cinco tramos de escalera más
arriba están ubicados los estudios de arquitectos y pintores, y los escondrijos
de estudiantes de mediana edad como yo mismo, que desean vivir solos. Cuando me
mudé allí era joven y no estaba solo.
Tuve que andar un trecho antes de
que apareciera algún transporte, pero finalmente, cuando ya casi había
regresado al Arco dl Triunfo, un coche de alquiler vacío se acercó y lo tomé.
Desde el Arco hasta la rue de
Rennes hay un trayecto de más de media hora, especialmente cuando uno es
transportado en cabriolé tirado por un caballo cansado que ha estado a merced
de los feriantes de domingo.
Transcurrió el tiempo suficiente
para encontrarme con mi enemigo antes de que pasará bajo las alas del dragón,
pero no lo vi ni una sola vez, y en ese momento ya tenía mi refugio al alcance
de la mano.
Frente a la ancha verja jugaba un
pequeño grupo de niños. Nuestro portero y su esposa paseaban entre ellos con su
caniche negro poniendo algo de orden;
algunas parejas caminaban despreocupadas por las aceras de las calles
adyacentes. Les devolví los saludos y me apresuré a entrar.
Todos los habitantes del pasaje
habían abandonado la calle. El lugar estaba bastante desierto e iluminado por
unas pocas farolas colgadas en lo alto en las que el gas ardía tenuamente.
Mi apartamento estaba en el piso
más alto de una de las casas situada a mitad del pasaje, a las que se llegaba
por unas escaleras que arrancaban casi a nivel de la calle y se conectaban a
esta por un pequeño pasadizo; puso el pie en el umbral de la entrada y las
amigables y ruinosas escaleras se alzaron ante mí, llevándome la descanso de mi
refugio. Al girar la vista por encima de mi hombro derecho, le vi a unos diez pasos de mí. Debió
entrar en el pasaje al mismo tiempo que yo.
Avanzaba en línea recta y con
pasos que no eran lentos ni rápidos, simplemente se dirigían directos hacía mí.
Y ahora me miraba. Por primera vez desde que se cruzaron en la iglesia,
nuestras miradas se volvieron a encontrar, y entonces supe que había llegado la
hora.
Retrocedí hasta la calle sin
darle la espalda en ningún momento. Tenía intención de escapar por la entrada
de la rue du Dragón. Sus ojos me indicaron que jamás escaparía.
Me pareció que pasan siglos
mientras continuábamos así, yo retrocediendo hacía la salida, él avanzando por
el pasaje en perfecto silencio. Pero, finalmente, noté la sombra del portal y,
tras dar un paso más, me encontré debajo de este. Tenía la intención de girar
allí y salir a toda velocidad hacía la calle. Pero la sombra que había sentido
no era la del pasadizo; era la de una bóveda sin salida. Las enormes puertas
que daban a la rue du Dragón estaban cerradas. Pude sentirlo por la oscuridad
que me rodeaba y en ese mismo instante lo leí en su rostro. ¡Cómo brillaba en
la oscuridad, acercándose a mí rápidamente! Las profundas bóvedas, las enormes
puertas cerradas, sus frías abrazaderas de hierro estaban todas en su lado. La
cosa que me había amenazado por fin
llegó: se recogía y se cernía sobre mí surgiendo de las sombras insondables; el
punto desde el que me dirigía su ataque eran los ojos infernales del hombre. Desesperado,
apoyé la espalda contra las puertas cerradas y la desafíe.
Se escuchó el ruido de las sillas
arrastradas sobre el suelo de piedra y un crujido de ropas cuando la
congregación se puso en pie. Podía oír el bastón del suizo en el pasillo sur,
que procedía a Monseigneur C— en dirección a la sacristía.
Las monjas arrodilladas
despertaron de su devota abstracción, hicieron una reverencia y se marcharon.
La elegante dama, mi vecina, también se recogió con grácil recogimiento.
Mientras se marchaba, su mirada se posó unos segundos en mi rostro con una
expresión de reproche.
Medio muerto, o eso me pareció, y
sin embargo intensamente consciente de cada detalle, permanecí sentado entre la
muchedumbre que se movía pausadamente; después yo también me levanté y me dirigí
hacía la puerta.
Me había quedado dormido durante
todo el sermón. ¿Me había quedado dormido durante todo el sermón? Levanté la
mirada y lo vi atravesando la galería
hacia su puesto. Tan solo vi su perfil; el delgado brazo doblado dentro de su
manga negra parecía uno de esos diabólicos
e indescriptibles instrumentos que hay en las cámaras de tortura en
desuso de los castillos medievales.
Pero yo había escapado de él,
aunque sus ojos me habían expresado que no lo lograría. ¿Había escapado de él?
Lo que le otorgaba poder sobre mí retorno del reino del olvido, donde había
ansiado que permaneciese. Porque ahora lo conocía. La muerte y la terrible
morada de almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había
desterrado… lo transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía.
Le reconocí casi desde el principio; nunca había dudado que había venido a
hacer; y ahora, mientras mi cuerpo seguía sentado en la seguridad de la alegre
y pequeña iglesia, sabía que había estado dando caza a mi alma en el Pasaje del
Dragón.
Me arrastré hasta la puerta: las
notas del órgano sonaron por encima de
la explosión. Una luz cegadora inundó la iglesia, ocultando el altar de mis
ojos. La gente desapareció, los arcos, el techo abovedado se esfumaron. Alcé
los ojos deslumbrados hacia el insondable resplandor y vi las estrellas negras
en los cielos, y los húmedos vientos procedentes del Lago de Hali me congelaron
en rostro.
Y ahora, muy lejos, sobre leguas
de ráfagas de nubes en ascenso, vi la luna goteando rocío, y más allá, las
torres de Carcosa se alzaron tras la luna.
La muerte y la terrible morada de
las almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había desterrado, lo
transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía. Y ahora escuché
su voz, elevándose, aumentando, tronando entre la deslumbrante luz, y mientras
caía, el resplandor aumentaba más y más, y se derramaba sobre mí en oleadas de
fuego. Entonces me hundí en las profundidades, y oí al Rey de Amarillo
susurrando a mi alma: “¡Es terrible caer en las manos del Dios vivo!”.
sábado, 13 de febrero de 2021
MIS TEXTOS: "La caída de agua"
La desaparición de
aquella jovencita fue muy extraña, sus padres pasaron meses
buscándola por los alrededores del pueblo y la provincia, pero jamás
la hallaron, creándose muchas historias en torno a ello.
Hacía mucho calor, ello sumado al viento que soplaba en aquella pampa, había
cubierto su cuerpo de sudor y polvo. La visión de aquella caída de agua le
pareció a Mariana una bendición,
rápidamente se despojó de sus prendas y corrió hacia ella. Pronto grandes
chorros de agua refrescaron todo su cuerpo. Sin embargo, a los pocos minutos,
sintió la mirada de un extraño, pensó que era uno sus vecinos, tal vez aquel
jovenzuelo que torpemente la enamoraba, al que ella rechazaba, pero que no le molestaba
del todo.
Aguzó su mirada, pero por más que se esforzaba no lograba descubrir
al fisgón, repentinamente su cuerpo se estremeció. A
pocos metros de ella, sobre una de las rocas salpicadas por la
corriente, su mirada se cruzó con la mirada de un pequeño hombrecillo, el cual,
embelesado, con ambas manos se cogía las rodillas y la miraba fijamente.
Mariana abandonó raudamente el agua y corrió sin parar, corrió y corrió, no
lanzó ningún grito, ningún gemido. No le importó atravesar desnuda el
pueblo. Corrió sin parar hasta llegar a su casa y asegurar la puerta
de su habitación. No vio a nadie hasta que sus padres forzaron la puerta e
intentaron saber lo que sucedió, pero no volvió a hablar.
BETO
jueves, 11 de febrero de 2021
¿QUÉ PASÓ ESTA SEMANA?: ¡Llegaron las vacunas! o ¡Hannibal ad portas!
En pleno desarrollo de la Segunda Guerra Púnica, Anibal viendo amenazada a Capua, una de sus principales aliadas, decidió acercarse a las puertas de Roma. Si bien este movimiento generó pánico en la ciudad, no significaba una amenaza real, Anibal no contaba con los recursos para apoderarse de ella, sólo era una estratagema para hacer que Roma, viéndose amenazada, retirara el cerco que tenía sobre la antigua ciudad etrusca.
"¡Llegaron las vacunas!" Hace unos días la noticia se esparció entre bombos y platillos por la ciudad, noticia que fue reproducida y amplificada por los medios de comunicación, y al igual que la vieja frase que corrió por Roma, tuvo más de argucia que de realidad. Si bien la llegada de las primeras vacunas significan un paso adelante en la lucha contra la pandemia, es poco lo que se ha hecho hasta ahora para ganar esta guerra.
Por lo que se veía en Europa, el rebrote de esta enfermedad se veía venir, mientras gozabamos de una breve tregua a fines de año, el gobierno se cruzó de brazos. No se contaban con vacunas, pero se pudieron instalar suficientes plantas de oxigeno para atender la demanda
Gente muriéndose por falta de oxígeno, negocios que agonizan, desempleo, delincuencia. La vacunas llegaron, pero la guerra se perdió.
BETO
LITERATURA: "Una aventura de Don Juan" de V.S. PRITCHETT
Cuéntase que Don Juan una noche de su vida durmió solo, aunque pienso que éste es un punto que está aún por dilucidarse. Una primavera, de regreso a Sevilla, fue detenido, a unas horas de cabalgadura de dicha ciudad, por la creciente del Guadalquivir, río tan sucio como un viejo león después de la lluvia, y se vio obligado a detenerse en la finca de la familia Quintero. Cuando llegó allí, la entrada, los muros y las ventanas de la casa estaban ocultos bajo las colgaduras violetas y negras del luto. “¡Descanse su alma en paz Señor!”, decían las gentes. La señora de aquella casa estaba muerta. Ya hacía un año que había fallecido. El joven Quintero, pues, era viudo. No obstante, acogió a su huésped y hasta sonrío al ver un apuesto galán embarrado y mustio como un pollo mojado. Había cierta malicia en aquella sonrisa, pues quintero estaba abrumado por la soledad y la pena. Y he aquí que el hombre que había poseído y despreciado a todas las mujeres era recibido por el hombre enloquecido por haber perdido a una sola.
—¡Está en su casa! —dijo Quintero, empleando la fórmula
consabida. Había cierta desorientación en sus ojos. Quienes sufren no
encuentran al mundo y a sus habitantes ni reales ni verosímiles. La ironía tiñe
la voz de los doloridos. Hubo mala fe también en los saludos ulteriores de
Quinteros, pues el dolor parece otorgar una ventaja que en el caso de Quintero
era el macabro privilegio de recibir a Don Juan ahora, sin ese miedo, ese
terror que inspiraba a todos los maridos de Sevilla. Era algo estupendo,
pensaba Quintero, que por una vez en el la vida, Don Juan llegase a una casa
vacía. Ni siquiera había una criada en la casa (como Don Juan rápidamente pudo
comprobar), pues Quintero sólo empleaba un sirviente masculino, no sintiéndose
ya capaz de soportar la presencia de una mujer. Este criado secó
la ropa de Don Juan y una o dos horas después sirvió una mala comida, que le
revolvió el estómago, tal como le sucede a la gente cuando espera la diligencia
en día de frío. Quintero castigaba a su cuerpo a la espera de su espíritu, y la
llegada de los dolores habituales lo torturaba, impulsándolo a hablar de su
mujer. La pena, por otro lado, había convertido a Quintero en un actor. Al
referirse a aquella belleza, su mirada despedía ese brillo y esa mortecina luz
de cirio que dan las candilejas. Él recordaba su noviazgo…, los encantos de su
mujer, la intensidad de su temperamento y cómo la había llevado volando de la
iglesia al lecho nupcial. No de otro modo hubiera ido un hombre por las calles
con una bandeja de diamantes hacía la seguridad de una caja fuerte.
La presencia de Don Juan convertía a cada hombre en un
artista al relatar su propia historia de amor —tenía que inquietar y sobrepasar
al gran seductor—, y Quintero, lanzado a una narración de gran estilo, no pudo
resistir la tentación de contar que su esposa había muerto en la noche de
bodas.
—¡Hombre! —exclamó Don Juan, empezando en seguida el relato
de algunas de sus propias aventuras.
Pero Quintero apenas escuchaba; había vuelto al estado de
postración y de vacío natural al dolor. Mientras Don Juan hablaba, el loco
seguía sus propios sentimientos como un actor que preparase y murmurase su
propia salida a escena, y recordó el primer pensamiento que se le cruzó al
entrar Don Juan en su casa: que Don Juan debía ser un monstruo, pues hacía
posible que un hombre se sintiese contento por la muerte de su esposa.
Escuchando a medias, ayudado por la indigestión, Quintero se sintió invadido
por el odio total que inspiraba ese hombre diabólico a todos los maridos de
Sevilla, y al cavilar sobre esto se le ocurrió que, posiblemente, no era por
mera casualidad que tenía ocasión de efectuar la más curiosa venganza en nombre
de estos últimos.
Se decidió, y, al terminarse el vino, Quintero llamó al
sirviente y dio la orden de cambiar el cuarto a Don Juan, “pues”, dijo, “la
visita de su Excelencia es un honor, y no puedo permitir que quien ha dormido
en los aposentos más deliciosamente perfumados de España pase la noche en un
cuarto que apesta a chivo.”
—¿El cuarto clausurado? —dijo el sirviente, asombrado de que
aquel dormitorio que todavía ostentaba el gran lecho de la dinastía y que no
había sido ocupado por su dueño más de cinco o seis veces después de la muerte
de su mujer (y esto sólo con luna llena, cuando su frenesí era más intenso)
fuese cedido a un extraño.
Sin embargo, hacia allí condujo Quintero a su huésped,
dándole las buenas noches con ojos tan brillantes de malas intenciones que el
visitante, muy sensible a esas sutilezas, comprendió perfectamente que se le
permitía entrar en la jaula sólo porque el pájaro había volado hace tiempo. La
humillación fue desagradable. Don Juan vio la noche extendiéndose ante él como
un desierto.
¡Qué cama! ¡Tan ancha, tan indeciblemente vacía, tan
maliciosamente inoportuna! Juan se quitó la ropa y despabiló la mecha de la
lámpara. Se acostó consciente de los grandes espacios de sábanas que se
extendían de cada lado, desapacibles, inhóspitas…, y deshabitadas, salvo por
alguna chinche vagabunda. ¡Un desierto!
Mover un brazo un centímetro al costado, extender una
pierna, por más cautelosamente que se hiciera, era entrar en la desolación.
Kilómetro tras kilómetro podía el pie tantear, y los dedos o la rodilla
explorar a través de una Antártida hostil. Por otra parte, el yacer rígido y quieto
era como un anticipo de la tumba. Pero también en el reposo fue frustrado;
pues, aunque el vino lo hiciese bostezar, aquella horrible comida le revolvía
el estómago y lo despabilaba con una sacudida cada vez que llegaba al borde del
sueño.
Existe el arte de dormir solo en una cama de matrimonio,
pero, naturalmente, éste era desconocido para Don Juan; tenía que aprenderlo.
La dificultad se allana sencillamente; cuando no se puede dormir en un lado de
la cama, se prueba del otro. Dos o tres horas debieron pasar antes de que Don
Juan se le ocurriese tal recurso. Pero,
por fin, malhumorado, el insomne se decidió a avanzar por el desierto. El aire
nocturno, quieto y frío, regolfado entre las sábanas, se agitó y lo hizo
estremecer. Extendió un brazo, arrastrándose hacia la almohada vecina. ¡Madre
de Dios! ¡Qué frialdad! ¡Qué frigidez más que virgen, la del hilo! Don Juan
recostó su cabeza y, encogiendo las rodillas, se estremeció. Pronto, supuso,
entraría en calor; pero, mientras tanto… ¡el hielo no podría haber sido más
frío! ¡Era algo inconcebible!
Hielo era la palabra más adecuada para aquella almohada y
aquellas sábanas. Hielo. ¿Estaría enfermo? ¿La lluvia le habría enfriado en tal
forma que sus dientes le castañeaban así y sus piernas temblaban tanto? Lejos
de irse calentando, sentía aumentar su frío. Ahora le llegaba a la frente y a
las mejillas, eran como brazos de hielo que enlazaban su cuerpo, como piernas
de hielo sobre sus piernas. De pronto, acometido de una súbita aprensión se incorporó y, apoyándose en las manos, miró
la almohada vecina en la oscuridad. Echando a un lado las cobijas, inspeccionó
las sábanas…
Su respiración era tibia, pero, no obstante, contra su
mejilla sopló un aliento más frío que la tumba. Sus hombros y su cuerpo estaban
calientes; sin embargo, unos miembros de nieve lo tironearon hacia abajo; y, al
momento de gritar su horrorizada sorpresa, unos labios como de escarcha se
unieron a los suyos, sumergiéndolo en un beso; sí, indudablemente un beso, pero
un beso que lo congeló como un invierno.
En su aposento, el dueño de la casa, acostado, escuchaba.
Sus ojos de loco estaban afiebrados por la exaltación y sus oídos esperaban el
grito de horror. Conocía la aparición. En seguida se oiría un alarido y un
revolcón, manos luchando por encender las luces, puños golpeando la puerta. ¡Y
Quintero le había echado llave! Pero no hubo grito. Tendido en su cama, el loco
hablaba solo. Recordaba la noche en que el espectro se le presentó por vez
primera, dejándolo atónito, ahogado y rígido. Pero…. aquella falta del esperado
grito… ¿no tendría aún mejor significado? Pasó la noche en vela, construyendo
castillo tras castillo e imaginando una venganza triunfal; y recibiendo, al
hacerlo, el aplauso de los maridos de Sevilla. “Paréceme escuchar su ovación:
¡Castraron al padrillo!” Muy temprano dio vuelta a la llave y bajó a esperar,
devorado de impaciencia. Después de una noche de así, su aspecto era
lamentable. Parecía una ruina. Al fin bajo Don Juan. Estaba (observó Quintero)
muy pálido. ¿O era tan sólo idea suya?
—¿Durmió bien? —le preguntó Quintero furtivamente.
—Muy bien —respondió
Don Juan.
—Yo no duermo bien en camas extrañas —insinuó el dueño de
casa.
Don Juan sonrío, y contestó que estaba más acostumbrando a
dormir a las camas extrañas que a la propia.
Quintero frunció el ceño.
—Me lo reprocho —prosiguió—. La cama era muy ancha…
Pero la anchura de los lechos, dijo Don Juan, le resultaba,
por supuesto, tan habitual como el hecho de ser ajenos… Quintero se mordió las
uñas. Algo se había oído durante la noche, algo parecido a unos gritos, a un
alboroto. El sirviente también lo había notado. Don Juan contestó que si tales
molestias podían haberle solviantado al
comienzo de su carrera, ahora las aceptaba como gajes de su oficio de trotamundos. Quintero se hundió las uñan
en la palma de las manos. Luego jugó su as de triunfo.
Me temo que fuese una cama muy fría —dijo—. Debía usted
congelarse, sin duda…
—Nunca me dura mucho el frío —respondió Don Juan; y
anticipando, sin saberlo, una suerte de poema que iba ser escrito en su memoria
doscientos años más tarde, declaró—: La sangre de Don Juan es caliente; pues el
sol es la sangre de Don Juan.
Quintero lo observaba; sus ojos saltaban como pulgas,
controlando cada movimiento de su huésped. Lo miraron mientras tomaba el café.
Lo miraban en tanto arreglaba los estribos de su caballo y se acomodaba en la
montura. Don Juan tarareaba por lo bajo y cuando se alejaba rompió a cantar con su intolerable voz de
tenor, aquella voz que era como el jactancioso cacareo de un gallo paseando en
el olivar.
Quintero entró en la casa afeitándose el mentón sin afeitar.
Luego salió de nuevo al camino, donde todo lo que quedaba de Don Juan era sólo
una nube de polvo que se esfumaba entre los eucaliptos. Quintero subió a la
alcoba donde su visitante había dormido
y escudriñándola con aire de sospecha y acusación. Llamó al sirviente
—Esta noche dormiré aquí —le dijo.
El sirviente asintió quedamente. El amo estaba loco otra
vez, ¡y eso que la luna estaba aún en cuarto creciente! El hombre so
sorprendió, durante todo el día, mirando a cada rato hacía Sevilla. Hacía
demasiado calor y había llovido. El campo humeaba como una lavandería. Al
anochecer, Quintero reía ya de sus propias dudas. Subió al aposento preparado y
mientras se desvestía pensó en la realidad de aquellos labios helados, de
aquellos dedos como carámbonos, de aquellos miembros ateridos… El fantasma, sin
duda no había aparecido la pasada noche. ¡Oh qué fidelidad! ¡Pensar —le diría
con remordimiento— que la maldad lo había alterado tanto que había sido lo
bastante vil y crédulo para usarla como instrumento de una broma macabra!
Al acostarse, las lágrimas asomaron a sus ojos y, por un
tiempo, no se atrevió a darse vuelta y extender su mano para tocar lo que en su
locura había querido traicionar. ¡Se detestaba! Ansiaba —y ahora ¿cómo podía
pretenderlo?— el reconocimiento y el perdón. Fue este anhelo lo que lo decidió
al fin. Sus manos se tendieron, buscando. Y fueron encontradas.
Las manos, los brazos, los labios salieron de su inmovilidad,
acercándose silenciosamente a él. Lo tocaron, lo abrazaron, lo trajeron con
ansia… pero, ¿que era esto? Dio un alarido, luchó por desasirse, pataleó y
blasfemó.
Y así lo encontró el sirviente, peleando con las sábanas,
golpeando el aire con puños y rodillas, rugiendo y asegurando que estaba en el
infierno. Aquellas manos, aquellos labios, aquellos miembros, gritaba, lo
estaban quemando. Ya no eran de y hielo; eran de fuego.
V.S. PRITCHETT
UNA FRASE
"El amor es un sentimiento activo, no pasivo; es una conquista, no una rendición. Su caracter activo puede sintetizarse en el concepto de que amor es sobre todo dar y no recibir".
ERICH FROMM