Cuéntase que Don Juan una noche de su vida durmió solo, aunque pienso que éste es un punto que está aún por dilucidarse. Una primavera, de regreso a Sevilla, fue detenido, a unas horas de cabalgadura de dicha ciudad, por la creciente del Guadalquivir, río tan sucio como un viejo león después de la lluvia, y se vio obligado a detenerse en la finca de la familia Quintero. Cuando llegó allí, la entrada, los muros y las ventanas de la casa estaban ocultos bajo las colgaduras violetas y negras del luto. “¡Descanse su alma en paz Señor!”, decían las gentes. La señora de aquella casa estaba muerta. Ya hacía un año que había fallecido. El joven Quintero, pues, era viudo. No obstante, acogió a su huésped y hasta sonrío al ver un apuesto galán embarrado y mustio como un pollo mojado. Había cierta malicia en aquella sonrisa, pues quintero estaba abrumado por la soledad y la pena. Y he aquí que el hombre que había poseído y despreciado a todas las mujeres era recibido por el hombre enloquecido por haber perdido a una sola.
—¡Está en su casa! —dijo Quintero, empleando la fórmula
consabida. Había cierta desorientación en sus ojos. Quienes sufren no
encuentran al mundo y a sus habitantes ni reales ni verosímiles. La ironía tiñe
la voz de los doloridos. Hubo mala fe también en los saludos ulteriores de
Quinteros, pues el dolor parece otorgar una ventaja que en el caso de Quintero
era el macabro privilegio de recibir a Don Juan ahora, sin ese miedo, ese
terror que inspiraba a todos los maridos de Sevilla. Era algo estupendo,
pensaba Quintero, que por una vez en el la vida, Don Juan llegase a una casa
vacía. Ni siquiera había una criada en la casa (como Don Juan rápidamente pudo
comprobar), pues Quintero sólo empleaba un sirviente masculino, no sintiéndose
ya capaz de soportar la presencia de una mujer. Este criado secó
la ropa de Don Juan y una o dos horas después sirvió una mala comida, que le
revolvió el estómago, tal como le sucede a la gente cuando espera la diligencia
en día de frío. Quintero castigaba a su cuerpo a la espera de su espíritu, y la
llegada de los dolores habituales lo torturaba, impulsándolo a hablar de su
mujer. La pena, por otro lado, había convertido a Quintero en un actor. Al
referirse a aquella belleza, su mirada despedía ese brillo y esa mortecina luz
de cirio que dan las candilejas. Él recordaba su noviazgo…, los encantos de su
mujer, la intensidad de su temperamento y cómo la había llevado volando de la
iglesia al lecho nupcial. No de otro modo hubiera ido un hombre por las calles
con una bandeja de diamantes hacía la seguridad de una caja fuerte.
La presencia de Don Juan convertía a cada hombre en un
artista al relatar su propia historia de amor —tenía que inquietar y sobrepasar
al gran seductor—, y Quintero, lanzado a una narración de gran estilo, no pudo
resistir la tentación de contar que su esposa había muerto en la noche de
bodas.
—¡Hombre! —exclamó Don Juan, empezando en seguida el relato
de algunas de sus propias aventuras.
Pero Quintero apenas escuchaba; había vuelto al estado de
postración y de vacío natural al dolor. Mientras Don Juan hablaba, el loco
seguía sus propios sentimientos como un actor que preparase y murmurase su
propia salida a escena, y recordó el primer pensamiento que se le cruzó al
entrar Don Juan en su casa: que Don Juan debía ser un monstruo, pues hacía
posible que un hombre se sintiese contento por la muerte de su esposa.
Escuchando a medias, ayudado por la indigestión, Quintero se sintió invadido
por el odio total que inspiraba ese hombre diabólico a todos los maridos de
Sevilla, y al cavilar sobre esto se le ocurrió que, posiblemente, no era por
mera casualidad que tenía ocasión de efectuar la más curiosa venganza en nombre
de estos últimos.
Se decidió, y, al terminarse el vino, Quintero llamó al
sirviente y dio la orden de cambiar el cuarto a Don Juan, “pues”, dijo, “la
visita de su Excelencia es un honor, y no puedo permitir que quien ha dormido
en los aposentos más deliciosamente perfumados de España pase la noche en un
cuarto que apesta a chivo.”
—¿El cuarto clausurado? —dijo el sirviente, asombrado de que
aquel dormitorio que todavía ostentaba el gran lecho de la dinastía y que no
había sido ocupado por su dueño más de cinco o seis veces después de la muerte
de su mujer (y esto sólo con luna llena, cuando su frenesí era más intenso)
fuese cedido a un extraño.
Sin embargo, hacia allí condujo Quintero a su huésped,
dándole las buenas noches con ojos tan brillantes de malas intenciones que el
visitante, muy sensible a esas sutilezas, comprendió perfectamente que se le
permitía entrar en la jaula sólo porque el pájaro había volado hace tiempo. La
humillación fue desagradable. Don Juan vio la noche extendiéndose ante él como
un desierto.
¡Qué cama! ¡Tan ancha, tan indeciblemente vacía, tan
maliciosamente inoportuna! Juan se quitó la ropa y despabiló la mecha de la
lámpara. Se acostó consciente de los grandes espacios de sábanas que se
extendían de cada lado, desapacibles, inhóspitas…, y deshabitadas, salvo por
alguna chinche vagabunda. ¡Un desierto!
Mover un brazo un centímetro al costado, extender una
pierna, por más cautelosamente que se hiciera, era entrar en la desolación.
Kilómetro tras kilómetro podía el pie tantear, y los dedos o la rodilla
explorar a través de una Antártida hostil. Por otra parte, el yacer rígido y quieto
era como un anticipo de la tumba. Pero también en el reposo fue frustrado;
pues, aunque el vino lo hiciese bostezar, aquella horrible comida le revolvía
el estómago y lo despabilaba con una sacudida cada vez que llegaba al borde del
sueño.
Existe el arte de dormir solo en una cama de matrimonio,
pero, naturalmente, éste era desconocido para Don Juan; tenía que aprenderlo.
La dificultad se allana sencillamente; cuando no se puede dormir en un lado de
la cama, se prueba del otro. Dos o tres horas debieron pasar antes de que Don
Juan se le ocurriese tal recurso. Pero,
por fin, malhumorado, el insomne se decidió a avanzar por el desierto. El aire
nocturno, quieto y frío, regolfado entre las sábanas, se agitó y lo hizo
estremecer. Extendió un brazo, arrastrándose hacia la almohada vecina. ¡Madre
de Dios! ¡Qué frialdad! ¡Qué frigidez más que virgen, la del hilo! Don Juan
recostó su cabeza y, encogiendo las rodillas, se estremeció. Pronto, supuso,
entraría en calor; pero, mientras tanto… ¡el hielo no podría haber sido más
frío! ¡Era algo inconcebible!
Hielo era la palabra más adecuada para aquella almohada y
aquellas sábanas. Hielo. ¿Estaría enfermo? ¿La lluvia le habría enfriado en tal
forma que sus dientes le castañeaban así y sus piernas temblaban tanto? Lejos
de irse calentando, sentía aumentar su frío. Ahora le llegaba a la frente y a
las mejillas, eran como brazos de hielo que enlazaban su cuerpo, como piernas
de hielo sobre sus piernas. De pronto, acometido de una súbita aprensión se incorporó y, apoyándose en las manos, miró
la almohada vecina en la oscuridad. Echando a un lado las cobijas, inspeccionó
las sábanas…
Su respiración era tibia, pero, no obstante, contra su
mejilla sopló un aliento más frío que la tumba. Sus hombros y su cuerpo estaban
calientes; sin embargo, unos miembros de nieve lo tironearon hacia abajo; y, al
momento de gritar su horrorizada sorpresa, unos labios como de escarcha se
unieron a los suyos, sumergiéndolo en un beso; sí, indudablemente un beso, pero
un beso que lo congeló como un invierno.
En su aposento, el dueño de la casa, acostado, escuchaba.
Sus ojos de loco estaban afiebrados por la exaltación y sus oídos esperaban el
grito de horror. Conocía la aparición. En seguida se oiría un alarido y un
revolcón, manos luchando por encender las luces, puños golpeando la puerta. ¡Y
Quintero le había echado llave! Pero no hubo grito. Tendido en su cama, el loco
hablaba solo. Recordaba la noche en que el espectro se le presentó por vez
primera, dejándolo atónito, ahogado y rígido. Pero…. aquella falta del esperado
grito… ¿no tendría aún mejor significado? Pasó la noche en vela, construyendo
castillo tras castillo e imaginando una venganza triunfal; y recibiendo, al
hacerlo, el aplauso de los maridos de Sevilla. “Paréceme escuchar su ovación:
¡Castraron al padrillo!” Muy temprano dio vuelta a la llave y bajó a esperar,
devorado de impaciencia. Después de una noche de así, su aspecto era
lamentable. Parecía una ruina. Al fin bajo Don Juan. Estaba (observó Quintero)
muy pálido. ¿O era tan sólo idea suya?
—¿Durmió bien? —le preguntó Quintero furtivamente.
—Muy bien —respondió
Don Juan.
—Yo no duermo bien en camas extrañas —insinuó el dueño de
casa.
Don Juan sonrío, y contestó que estaba más acostumbrando a
dormir a las camas extrañas que a la propia.
Quintero frunció el ceño.
—Me lo reprocho —prosiguió—. La cama era muy ancha…
Pero la anchura de los lechos, dijo Don Juan, le resultaba,
por supuesto, tan habitual como el hecho de ser ajenos… Quintero se mordió las
uñas. Algo se había oído durante la noche, algo parecido a unos gritos, a un
alboroto. El sirviente también lo había notado. Don Juan contestó que si tales
molestias podían haberle solviantado al
comienzo de su carrera, ahora las aceptaba como gajes de su oficio de trotamundos. Quintero se hundió las uñan
en la palma de las manos. Luego jugó su as de triunfo.
Me temo que fuese una cama muy fría —dijo—. Debía usted
congelarse, sin duda…
—Nunca me dura mucho el frío —respondió Don Juan; y
anticipando, sin saberlo, una suerte de poema que iba ser escrito en su memoria
doscientos años más tarde, declaró—: La sangre de Don Juan es caliente; pues el
sol es la sangre de Don Juan.
Quintero lo observaba; sus ojos saltaban como pulgas,
controlando cada movimiento de su huésped. Lo miraron mientras tomaba el café.
Lo miraban en tanto arreglaba los estribos de su caballo y se acomodaba en la
montura. Don Juan tarareaba por lo bajo y cuando se alejaba rompió a cantar con su intolerable voz de
tenor, aquella voz que era como el jactancioso cacareo de un gallo paseando en
el olivar.
Quintero entró en la casa afeitándose el mentón sin afeitar.
Luego salió de nuevo al camino, donde todo lo que quedaba de Don Juan era sólo
una nube de polvo que se esfumaba entre los eucaliptos. Quintero subió a la
alcoba donde su visitante había dormido
y escudriñándola con aire de sospecha y acusación. Llamó al sirviente
—Esta noche dormiré aquí —le dijo.
El sirviente asintió quedamente. El amo estaba loco otra
vez, ¡y eso que la luna estaba aún en cuarto creciente! El hombre so
sorprendió, durante todo el día, mirando a cada rato hacía Sevilla. Hacía
demasiado calor y había llovido. El campo humeaba como una lavandería. Al
anochecer, Quintero reía ya de sus propias dudas. Subió al aposento preparado y
mientras se desvestía pensó en la realidad de aquellos labios helados, de
aquellos dedos como carámbonos, de aquellos miembros ateridos… El fantasma, sin
duda no había aparecido la pasada noche. ¡Oh qué fidelidad! ¡Pensar —le diría
con remordimiento— que la maldad lo había alterado tanto que había sido lo
bastante vil y crédulo para usarla como instrumento de una broma macabra!
Al acostarse, las lágrimas asomaron a sus ojos y, por un
tiempo, no se atrevió a darse vuelta y extender su mano para tocar lo que en su
locura había querido traicionar. ¡Se detestaba! Ansiaba —y ahora ¿cómo podía
pretenderlo?— el reconocimiento y el perdón. Fue este anhelo lo que lo decidió
al fin. Sus manos se tendieron, buscando. Y fueron encontradas.
Las manos, los brazos, los labios salieron de su inmovilidad,
acercándose silenciosamente a él. Lo tocaron, lo abrazaron, lo trajeron con
ansia… pero, ¿que era esto? Dio un alarido, luchó por desasirse, pataleó y
blasfemó.
Y así lo encontró el sirviente, peleando con las sábanas,
golpeando el aire con puños y rodillas, rugiendo y asegurando que estaba en el
infierno. Aquellas manos, aquellos labios, aquellos miembros, gritaba, lo
estaban quemando. Ya no eran de y hielo; eran de fuego.
V.S. PRITCHETT
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