Recientemente el Papa visitó nuestro país y lo paralizó
literalmente. Además de afectar el tráfico, nuestra ciudad entró en una especie
de trance. En las conversaciones, la televisión la radio y la red la visita del Sumo Pontífice era un
tema recurrente. Ni hablar de las miles de personas que se congregaron para
verlo en persona, polito blanco y gorrita incluida. Parecía que la ciudad entera
había ascendido a un plano superior.
Me produce satisfacción la visita del Papa. Sin embargo, dentro
de toda esa vorágine de emociones que despertó su visita, habría que
preguntarse hasta dónde toda está religiosidad es genuina y hasta donde la visita
del Papa es un producto más de consumo. No
soy un cristiano practicante, pero me arriesgo a afirmar que si sólo la mitad
de todas las personas que abarrotaron
las calles conocieran la doctrina cristiana, y la practicaran en parte, nuestra ciudad sería otra, nuestro país sería
otro.
Vivimos una época de grandes cambios sociales y
tecnológicos, y son los jóvenes los más afectados. Todos somos testigos que en
las nutridas manifestaciones que se realizan
en la ciudad la mayoría de participantes son jóvenes, embarcándose muchos de ellos en causas que le son ajenas o
desconocen y que tienen como única motivación la aprobación y la mirada del
otro.
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