EN EL PASAJE DEL DRAGÓN
(IN THE COURT OF THE
DRAGON)
¡Oh! Vos a quien os
arde el corazón por aquellos que arden
en el Infierno, cuyos
fuegos vos mismo alimentáis a s u vez;
cuánto tiempo
suplicaréis: “¡Tened piedad de ellos, Señor!”
porque, ¿quién sois para
enseñar y Él para aprender?
En la Iglesia de St. Barnabé las
vísperas habían terminado; el clérigo abandonó el altar; el pequeño coro de
niños se arracimó en el presbiterio y se situó en la sillería del coro. Un
suizo ataviado con un opulento uniforme desfilaba por la nave sur haciendo
sonar su bastón sobre el pavimento de piedra cada cuatro pasos; tras el
avanzaba el elocuente predicador y excelente hombre, Monseigneur C—.
Mi asiento estaba sobre la
barandilla del presbiterio, y en ese momento volví la mirada hacía el extremo
oeste de la iglesia. El resto de personas situadas entre el altar y el púlpito
también se volvieron. Se escucharon unos leves crujidos de ropa y susurros
mientras la congragación se sentaba de nuevo; el predicador subió las escaleras
del púlpito, y la pieza inicial del órgano cesó.
Siempre me había parecido
interesante sumamente la música del órgano de St. Barnabé. Era una ejecución
experimentada y científica, demasiado quizás para mis conocimientos, pero que
denotaba una vivida aunque fría inteligencia. Además, poseía el gusto francés:
este reinaba supremo, digno y reservado.
Sin embargo, ese día, desde el
primer acorde advertí un cambio a peor, un cambio siniestro. Durante las
vísperas fue principalmente el órgano del presbiterio el que acompañó al bello
coro, pero de vez en cuando, aparentemente de forma bastante caprichosa, desde
la galería oeste donde está situado el gran órgano, unos pesados acordes
atravesaban la iglesia y la serena paz de aquellas voces cristalinas. Era algo
más que dureza y disonancia, aunque no se detectaba falta alguna de habilidad.
Tras irrumpir el sonido una y otra vez, recordé algo que había leído en mis
libros de arquitectura sobre la costumbre ancestral de bendecir el coro cuando
se ha finalizado su construcción, pero la nave, que con frecuencia se acababa
medio siglo más tarde, no recibía bendición alguna: me pregunté ociosamente si
ese había sido el caso de St. Barnabé, y si algo que habitualmente no se
suponía que debía habitar en una iglesia cristiana pudiera haber penetrado sin
ser detectado o haber tomado posesión de la galería oeste . Había leído que
cosas similares ocurrían también, pero nunca en obras de arquitectura.
Entonces recordé que St. Barnabé
no tenía más de cien años de antigüedad y me sonreí por la incongruente
asociación de supersticiones medievales con aquella alegre y pequeña obra de
rococó dieciochesco.
Pero en esos momentos las
vísperas ya habían finalizado, y tras ellas se suponía que debían sonar unos
cuantos acordes reposados, apropiados para acompañar la meditación, mientras
esperábamos el sermón. En su lugar, los acordes disonantes procedentes de la
parte baja de la iglesia estallaron cuando el clérigo se marchó, como si ya
nada pudiera controlarlos.
Pertenezco a una generación
anterior y más simple a la que no le gusta buscar sutilezas psicológicas en el
arte, y siempre me he negado a buscar en la música nada más allá que la melodía
y armonía, pero tuve la sensación de que en aquel laberinto de sonidos que en
esos momentos brotaba de aquel instrumento se estaba dando caza a algo. Lo
perseguían de un lado a otro de los pedales, mientras los teclados bramaban con aprobación. ¡Pobre
diablo! Quien quiera que fuese, ¡poca ocasión de escapar parecía tener!
Mi malestar nervioso se tornó en
ira. ¿Quién estaba haciendo eso? ¿Cómo se atrevía a tocar de esa forma en mitad
del sagrado servicio? Miré a la gente que estaba cerca de mí: nadie parecía
estar molesto en absoluto. Las plácidas frentes de las monjas arrodilladas, aún
vueltas hacia el altar, no perdieron un ápice de su devota abstracción bajo la
pálida sombra de sus tocas. La elegante dama que estaba a mi lado miraba con
expectación a Monseigneur C—. Por lo que su rostro delataba, el órgano bien
podría estar tocando un Ave María.
Pero ahora, por fin, el
predicador hizo la señal de la cruz y pidió silencio. Me volví hacia él
aliviado. Hasta el momento no había podido encontrar el descanso que había
ansiado cuando entre a St. Barnabé esa misma tarde.
Estaba consumido por tres noches
de sufrimiento físico y problemas mentales: la última había sido la peor, y era
un cuerpo exhausto, una mente abotargada y a un mismo tiempo sensible, lo que
me había llevado a visitar mi iglesia favorita para curarme. Porque había
estado leyendo El Rey de Amarillo.
“Al salir el Sol se esconden y
tienden en sus guaridas”*. Monseigneur C—. Pronunciaba su sermón con voz
calmada y la mirada serena puesta en la congregación. Mis ojos se volvieron, no
supe por qué, hacía la parte más baja de la iglesia. El organista salió de
detrás de los tubos y paso junto a la galería de camino a la salida, y lo vi
desaparecer por un pequeña puerta que conducía
a unas escaleras que llevaban directamente a la calle. Era un hombre
delgado y su rostro estaba tan blanco como negro era su abrigo.
“¡Ya era hora!”, pensé, “¡a otro
sitio con tu endemoniada música!” Espero que tu ayudante toque la pieza final
del órgano”.
Con un sentimiento de alivio, con
un profundo y sereno sentimiento de alivio, me volví de nuevo al afable rostro
en el púlpito y me dispuse a escuchar. Aquí, finalmente, llegó la tranquilidad
de mente que tanto había ansiado.
—Hijos míos —dijo el predicador—,
la verdad que el alma humana encuentra más difícil de aprender que no tiene
nada de temer. Nunca llega a entender que nada puede realmente herirla.
“¡Curiosa doctrina!”, pensé,
“para un cura católico. Veamos cómo hace reconciliar eso con los Padres de la
Iglesia”.
—Nada puede dañar el alma
—continuó con su voz más fría y clara—, porque…
(*) Salmos 104,22. (N. de la T.)
Pero no llegue a oír el resto, mi
ojo izquierdo se apartó de su rostro, no supe por qué razón, y busqué con él la
parte más baja de la iglesia. El mismo hombre salió de detrás del órgano y
atravesó la galería, igual que antes. Pero no había transcurrido suficiente
tiempo para que hubiera regresado, y si lo había hecho, debería haberlo visto.
Sentí un débil escalofrío, y mi corazón se encogió; sin embargo, sus idas y
venidas no eran en asunto mío. Le miré: no podía apartar los ojos de su negra
figura y su blanco rostro. Cuando se encontraba exactamente frente a mí, se
volvió y a través de la iglesia me lanzó directamente a los ojos una mirada de
odio, intensa y mortífera: nunca había visto en mi vida algo igual. ¡Ojalá no
volviera a verlo jamás! Entonces desapareció por la misma puerta por la que la
había visto marcharse hacía menos de sesenta segundos.
Me senté e intenté controlar mis
pensamientos. Mi primera sensación era como la de un niño muy pequeño
profundamente herido, aguantando la respiración antes de comenzar a llorar.
Encontrarme de repente a mí mismo
siendo el objeto de semejante odio resultaba exquisitamente doloroso: y aquel
hombre era un completo extraño.
¿Por qué podría odiarme de esa
manera?…. ¿A mí, a quién nunca antes había visto? Durante unos instantes todas
las otras sensaciones se fundieron en esa única punzada: incluso el miedo quedó
subyugado por ese pesar, y durante unos instantes no vacilé ni un segundo, pero
a continuación empecé a razonar, y una sensación de incongruencia vino en mi
ayuda.
Como ya había dicho, St. Barnabé
es una iglesia moderna. Es pequeña y bien iluminada; puede verse todo casi de
un solo vistazo. La galería del órgano recibe una luz intensa desde una hilera
de ventanales bajos en el triforio, que ni siquiera tienen vidrieras de
colores.
Estando el púlpito en el centro
de la iglesia, era lógico que, miraba hacia allí, cualquier cosa que se moviera
en el ala oeste no pasase inadvertida a mi ojo. Cuando el organista pasó por
segunda vez, no era de extrañar que lo viese: simplemente había calculado mal
el intervalo entre su primera y segunda aparición. Había entrado esa vez por
otra puerta lateral. En cuanto la mirada que tanto me había alterado, no había
existido en absoluto, y yo era un idiota histérico.
Miré a mí alrededor. ¡Este era un
lugar propicio para albergar horrores sobrenaturales! El rostro diáfano y
razonable de Monseigneur C—, sus maneras comedidas y sus gestos pausados y
elegantes, ¿no eran justamente un tanto incongruentes con cualquier noción de
truculento misterio? Eché un vistazo por encima de su cabeza y casi me reí.
Aquella dama al vuelo que sujetaba una esquina del palio del púlpito, semejante
a un mantel de damasco con flecos en medio de un fuerte vendaval, en cuanto a
un basilisco se posara sobre el órgano, le apuntaría con su trompeta de oro y
le soplaría arrastrándole cualquier rasgo de existencia. Me reí a mí mismo de
esta fantasía, la cual, en esos
momentos, me pareció muy divertida, y seguí sentado y burlándome de mí mismo y
de todo los demás; desde la vieja harpía en la parte externa de la barandilla
que me había hecho pagar diez céntimos antes de permitirme la entrada (ella se
parece más a un basilisco, me dije, que mi organista de tez anémica): desde esa
desabrida vieja dama, hasta; ¡ay, sí!, el mismísimo Monseigneur C—. Y es que
toda devoción se me había esfumado. Nunca antes había hecho algo semejante en
mi vida, pero ahora sentía el deseo de burlarme.
En cuanto al sermón, no podía
escuchar una sola palabra, porque en mis oídos resonaban los versos:
Ha logrado emular a San Pablo
Predicando aquellos seis sermones de Resurrección,
Más solemnes que cualquier otro que haya predicado
… al tiempo que fantaseaba con
los pensamientos más irreverentes.
No servía de nada seguir sentado
allí por más tiempo: debía salir fuera y sacudirme de este odioso estado de
ánimo. Era consciente de la descortesía que estaba cometiendo, pero aun así, me
levanté y abandoné la iglesia.
Un sol de primavera brillaba en
la rue St. Honoré mientras bajaba corriendo los escalones de la iglesia. En una
esquina había una carretilla llena de junquillos amarillos, pálidas violetas de
la Riviera, oscuras violetas rusas, y blancos jacintos romanos, entre una
dorada nube de flores mimosa. La calle estaba llena de hedonistas de domingo.
Balanceé mi bastón y reí junto al resto. Alguien me adelantó y pasó junto a mí,
no se volvió en ningún momento, pero poseía la misma maldad mortal en su blanco
perfil que había visto en sus ojos. Le observé hasta que se perdió de mi vista.
Su flexible espalda irradiaba la misma amenaza; cada paso que lo alejaba de mí
parecía conducirle a alguna misión conectada con mi destrucción.
Avancé arrastrándome, mis pies
casi rehusaban moverse. Empezó a invadirme un sentimiento de responsabilidad
por algo olvidado mucho tiempo atrás. Empezaba a tener la sensación de que me
merecía aquello con lo que me amenazaba: se remontaba a mucho tiempo atrás.
Había permanecido latente todos estos años, sin embargo, allí estaba, y pronto
se alzaría y se enfrentaría a mí. Pero yo intentaría escapar, y avancé con
dificultad lo mejor que pude por la rue de Rivoli, al otro lado de la Place de
la Concorde, en el Quai. Contemplé con ojos enfermos el sol brillando a través
de la espuma blanca de la fuente, derramándose por las espaldas del bronce
oscuro de los dioses del río, por la estructura de amatista del lejano Arco,
por las innumerables extensiones de grises troncos y ramas desnudas ligeramente
verdes. Entonces lo volví a ver avanzando por la alameda de castaños del Cours
la Reine.
Dejé la ribera del río, me
zambullí ciegamente por los Campos Elíseos y giré hacia el Arco. El sol
poniente desplegaba sus rayos por el verde césped del Rond-point: bajo la
intensa luz él se sentó en un banco, niños y madres jóvenes le rodeaban, no era
más que un paseante de domingo, como los otros, como yo mismo. Pronuncié las
palabras casi en voz alta, y durante todo el tiempo observé el odio maligno en
su rostro. Pero no me miraba a mí. Pasé a su lado y arrastre mis pies de plomo
por la avenida. Sabía que cada vez que lo encontraba, él estaba más cerca del
cumplimiento de su propósito y mi sino. Y aun así intentaba salvarme.
Los últimos rayos de la puesta de
sol atravesaban el gran Arco. Pasé debajo de este, y me encontré con él de
frente. Lo había dejado a bastante distancia en los Campos Elíseos y, sin
embargo, avanzaba hacia mí con una riada de gente que regresaba del Bois de
Boulogne. Se me acercó tanto que pasó rozándome. Su delgada figura parecía de
hierro dentro de su holgada vestimenta.
No mostraba ningún signo de tener
prisa, ni cansancio, ni ningún sentimiento humano. Todo su ser expresaba una
sola cosa: la voluntad, y el poder de hacerme daño.
Angustiado, observé hacía donde
se dirigía por la amplia Avenida atestada de gente e invadida por el brillo de
ruedas y arreos de los cascos de los caballos y los yelmos de la Guardia
Republicana.
Pronto se perdió de vista;
entonces, di media vuelta y huí. Me dirigí a l Bois y lo sobrepasé con creces…
No sé dónde fui, pero tras lo que me pareció un largo rato y cuando la noche ya había caído terminé sentado a una
mesa de una pequeña cafetería. Regresé al Bois. Ya habían pasado horas desde la
última vez que lo había visto. La fatiga física y el sufrimiento mental habían agotado mi capacidad de pensar o sentir.
Estaba cansado, ¡tan cansado! Ansiaba esconderme en mi propia guarida. Decidí
irme a casa, pero estaba a bastante distancia de allí.
Vivo en el Pasaje Dragón, un
callejón estrecho que conecta la rue de Rennes con la rue du Dragón.
Es un “impase” que sólo puede ser
atravesado por peatones. Sobre la entrada de la rue de Rennes hay un balcón
sostenido por un dragón de hierro. Es este pasaje viejas casas altas se alzan
a ambos lados y cerca de los extremos que desembocan a las calles.
Durante el día unas enormes verjas permanecen abiertas en el profundo soportal
de entrada, pero son cerradas a medianoche, y a partir de esa hora hay que
entrar llamando a ciertas portezuelas laterales. Los baches en el pavimento
acumulan indeseables charcos. Unas escaleras empinadas conducen a las puertas
que se abren en el pasaje. Las plantas bajas están ocupadas por tiendas de
comerciantes de segunda mano y talleres de forja. Todo el día el lugar resuena
con el tintinear de martillos y el
repiqueo de barras de metal.
Aunque el primer nivel resulte
ingrato, hay alegría, confort y trabajo duro y honesto en el nivel superior.
Cinco tramos de escalera más
arriba están ubicados los estudios de arquitectos y pintores, y los escondrijos
de estudiantes de mediana edad como yo mismo, que desean vivir solos. Cuando me
mudé allí era joven y no estaba solo.
Tuve que andar un trecho antes de
que apareciera algún transporte, pero finalmente, cuando ya casi había
regresado al Arco dl Triunfo, un coche de alquiler vacío se acercó y lo tomé.
Desde el Arco hasta la rue de
Rennes hay un trayecto de más de media hora, especialmente cuando uno es
transportado en cabriolé tirado por un caballo cansado que ha estado a merced
de los feriantes de domingo.
Transcurrió el tiempo suficiente
para encontrarme con mi enemigo antes de que pasará bajo las alas del dragón,
pero no lo vi ni una sola vez, y en ese momento ya tenía mi refugio al alcance
de la mano.
Frente a la ancha verja jugaba un
pequeño grupo de niños. Nuestro portero y su esposa paseaban entre ellos con su
caniche negro poniendo algo de orden;
algunas parejas caminaban despreocupadas por las aceras de las calles
adyacentes. Les devolví los saludos y me apresuré a entrar.
Todos los habitantes del pasaje
habían abandonado la calle. El lugar estaba bastante desierto e iluminado por
unas pocas farolas colgadas en lo alto en las que el gas ardía tenuamente.
Mi apartamento estaba en el piso
más alto de una de las casas situada a mitad del pasaje, a las que se llegaba
por unas escaleras que arrancaban casi a nivel de la calle y se conectaban a
esta por un pequeño pasadizo; puso el pie en el umbral de la entrada y las
amigables y ruinosas escaleras se alzaron ante mí, llevándome la descanso de mi
refugio. Al girar la vista por encima de mi hombro derecho, le vi a unos diez pasos de mí. Debió
entrar en el pasaje al mismo tiempo que yo.
Avanzaba en línea recta y con
pasos que no eran lentos ni rápidos, simplemente se dirigían directos hacía mí.
Y ahora me miraba. Por primera vez desde que se cruzaron en la iglesia,
nuestras miradas se volvieron a encontrar, y entonces supe que había llegado la
hora.
Retrocedí hasta la calle sin
darle la espalda en ningún momento. Tenía intención de escapar por la entrada
de la rue du Dragón. Sus ojos me indicaron que jamás escaparía.
Me pareció que pasan siglos
mientras continuábamos así, yo retrocediendo hacía la salida, él avanzando por
el pasaje en perfecto silencio. Pero, finalmente, noté la sombra del portal y,
tras dar un paso más, me encontré debajo de este. Tenía la intención de girar
allí y salir a toda velocidad hacía la calle. Pero la sombra que había sentido
no era la del pasadizo; era la de una bóveda sin salida. Las enormes puertas
que daban a la rue du Dragón estaban cerradas. Pude sentirlo por la oscuridad
que me rodeaba y en ese mismo instante lo leí en su rostro. ¡Cómo brillaba en
la oscuridad, acercándose a mí rápidamente! Las profundas bóvedas, las enormes
puertas cerradas, sus frías abrazaderas de hierro estaban todas en su lado. La
cosa que me había amenazado por fin
llegó: se recogía y se cernía sobre mí surgiendo de las sombras insondables; el
punto desde el que me dirigía su ataque eran los ojos infernales del hombre. Desesperado,
apoyé la espalda contra las puertas cerradas y la desafíe.
Se escuchó el ruido de las sillas
arrastradas sobre el suelo de piedra y un crujido de ropas cuando la
congregación se puso en pie. Podía oír el bastón del suizo en el pasillo sur,
que procedía a Monseigneur C— en dirección a la sacristía.
Las monjas arrodilladas
despertaron de su devota abstracción, hicieron una reverencia y se marcharon.
La elegante dama, mi vecina, también se recogió con grácil recogimiento.
Mientras se marchaba, su mirada se posó unos segundos en mi rostro con una
expresión de reproche.
Medio muerto, o eso me pareció, y
sin embargo intensamente consciente de cada detalle, permanecí sentado entre la
muchedumbre que se movía pausadamente; después yo también me levanté y me dirigí
hacía la puerta.
Me había quedado dormido durante
todo el sermón. ¿Me había quedado dormido durante todo el sermón? Levanté la
mirada y lo vi atravesando la galería
hacia su puesto. Tan solo vi su perfil; el delgado brazo doblado dentro de su
manga negra parecía uno de esos diabólicos
e indescriptibles instrumentos que hay en las cámaras de tortura en
desuso de los castillos medievales.
Pero yo había escapado de él,
aunque sus ojos me habían expresado que no lo lograría. ¿Había escapado de él?
Lo que le otorgaba poder sobre mí retorno del reino del olvido, donde había
ansiado que permaneciese. Porque ahora lo conocía. La muerte y la terrible
morada de almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había
desterrado… lo transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía.
Le reconocí casi desde el principio; nunca había dudado que había venido a
hacer; y ahora, mientras mi cuerpo seguía sentado en la seguridad de la alegre
y pequeña iglesia, sabía que había estado dando caza a mi alma en el Pasaje del
Dragón.
Me arrastré hasta la puerta: las
notas del órgano sonaron por encima de
la explosión. Una luz cegadora inundó la iglesia, ocultando el altar de mis
ojos. La gente desapareció, los arcos, el techo abovedado se esfumaron. Alcé
los ojos deslumbrados hacia el insondable resplandor y vi las estrellas negras
en los cielos, y los húmedos vientos procedentes del Lago de Hali me congelaron
en rostro.
Y ahora, muy lejos, sobre leguas
de ráfagas de nubes en ascenso, vi la luna goteando rocío, y más allá, las
torres de Carcosa se alzaron tras la luna.
La muerte y la terrible morada de
las almas perdidas, donde mi debilidad hacía tiempo que lo había desterrado, lo
transformaron ante cualquier otra mirada, pero no ante la mía. Y ahora escuché
su voz, elevándose, aumentando, tronando entre la deslumbrante luz, y mientras
caía, el resplandor aumentaba más y más, y se derramaba sobre mí en oleadas de
fuego. Entonces me hundí en las profundidades, y oí al Rey de Amarillo
susurrando a mi alma: “¡Es terrible caer en las manos del Dios vivo!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario