Estoy perfectamente capacitado para contribuir a esta antología. Mi propia historia vendría a ser como una modesta postdata o acotación.
Cuando hace algunos años fui atropellado, el ómnibus jadeo, una rueda hizo astillas mi cráneo y, antes de que la ambulancia llegase, se comprobó que estaba muerto. La gente salía corriendo de los negocios para ver qué pasaba. Mi muerte había sido instantánea. Durante un rato no tuve conciencia de nada. Luego, como un boxeador que había sido derribado, me levanté penosamente y me reuní a la muchedumbre concentrada alrededor de mu cuerpo.
Eché a correr enfurecido, dejando mis despojos como quien tira una bata en desuso tras sí.
Un rosado policía anotaba el testimonio de los curiosos, quienes sólo por el hecho de mi muerte se interesaban en mí por primera vez . Yo estaba decidido a eludir la compañía de esos rufianes.
Era una tarde de invierno. La calle estaba silenciosa (como consecuencia del accidente). El humo de una chimenea surgía hacia lo alto, como una pluma sumergida en un tintero. Cruzado por las cables del tranvía, el cielo era de un gris de hielo. Distante y aguda se oía la pitada de un tren. Corrí.
La cabeza me dolía un poco. Música triste (mi primer pensamiento), salvas funerarias, un discurso a telón corrido después de la función: todo esto se alejaba mientras yo cruzaba la ciudad cansada y en suspenso. A veces, apenas visible un edificio se erguía borroso, o un rostro aparecía por un momento, como pegado contra un cristal, para desvanecerse en seguida.
Me encontré caminando a lo largo de una calle de casas pequeñas y ordenados jardines. A un extremo había una plaza pública, donde las gaviotas revoloteaban en círculo alrededor de los árboles deshojados. Detrás del garabateo de las ramas, un enorme sol, rojo como un escudo de laca, estaba suspendido, sereno y fijo, en una tela de araña de heladas nubes. Lo vi tan tranquilo que casi grité; pero, al adelantarme, el sol se fue haciendo más pequeño y brillante... y luego ascendió hasta que su oro resplandeció deslumbradoramente.
Entonces sentí una libertad tal como nunca la había experimentado. Junto a mí, en la acera, mi sombra se alargaba sobre la empalizada, ondulando como al rasguear un arpa. Salté con la torpeza de un gordo en una pantomima, me elevé lentamente. Los techos, allí abajo, se balanceaban inclinándose. Volé a través de las nubes hacía una deslumbrante extensión de púrpura. La imaginación estalló como un cohete, despidiendo nuevas fantasías , que se remontaban y desparramaban para volver a elevarse en numerosas curvas. (Me prendí del sombrero). Era la acrobacia aérea del deseo . Lluvia de monedas de oro, mujeres en pantalones, vinos aromáticos, música, picos nevados, bosques y mares. Los englobe a todos, por lo que parecía la eternidad, en la confusión de esa deliciosa fuga.
La reacción fue de hastío.
Me acuerdo, particularmente de un lugar junto al mar donde alegres parejas se paseaban junto al muelle con aire importante, y de las encrespadas olas que rompían a cada momento, deshaciéndose en puñados de diamantes, sobre la arena de la playa. Yo vivía en un hotel enorme, lleno de admiradores encristalados. Desde la ventana de mi dormitorio podía ver la nubes como grandes atados de ropa sucia, una maraña de navíos y la puerta pequeña y maciza de mi taberna favorita. Ésta se abría temprano, antes que yo me despertase. En la cama bebía cerveza y leía el diario que me traía el chico del ascensor. Las camareras eran unas bellezas complacientes y ociosas. El golpeteo de sus tacones se detenía invariablemente ante mi puerta. De vez en cuando un perro pensativo venía a visitarme. La felicidad parecía pertenecerme. Pero se produjo un desmoronamiento de los acantilados vecinos. Poco a poco los barcos abandonaron el puerto. Unas tablas clavadas se cruzaron sobre la puerta de la taberna. El muelle quedó desierto. El ascensorista se enlistó en el ejército, y una por una las cmareras fueron abandonando su puesto. Quedé solo.
Volví a la sociedad de mis semejantes. En completa desventura iba por dondequiera fuesen los demás llevado por la marea: hacia adelante..., hacía atrás. Me apresuraba por llegar donde hubiese un lugar en un banco, o sitio en una cola. Era estrujado en los ómnibus y empujado a empellones por las escaleras mecánicas. Todo fantasma es un ente gregario, y una criatura esclava del hábito.
La costumbre, según descubrí, reduce la imaginación del fantasma a las experiencias de su vida anterior. Así, las grandes riquezas me eran imposibles por ser estrictamente inimaginables; podía extender cheques un poco más elevados de los que acostumbrara en otro tiempo, pero el agregar innumerables ceros sobrepasaba mi poder. Del mismo modo, me eran vedados la conquista de bellas mujeres y el placer de los buenos libros, los vinos escogidos y los viajes. Mi conversación terminaba en trivialidades, mis amoríos en desilusiones y, cuando viajaba era imposible evitar el hastío de los paisajes ya conocidos.
Como todo duende, me hallaba obsesionado por las más diversas aprensiones (¿estaría adelgazando?) y atemorizado por mi falta de carácter. De noche, impulsado por la inquietud, vagaba por las calles pisando cautelosamente el pavimento, como si fuera una nube, deteniédome ante una ventana iluminada o agarrándome, indeciso, del pasamano de un ómnibus. Todo lo que que me rodeaba empezó a eludirme. La estructura de los edificios, las multitudes y el tránsito urbano comenzaron a desaparecer -aquí era una cornisa que se desconchaba; allá un vertiginoso desplome- . Todo esto me hacía sudar de terror. Cuando hablaba con alguien en un tren o en un bar, me prendía de su brazo, por miedo de que, mientras conversaba, se le derritiera el rostro y su cuerpo entero se deshiciera a mis pies, como una figura de cera junto al fuego.
El fantasma, pobre desgraciado, vive directamente de su propio poder creador. Tiene que tratar los perfiles de cada perspectiva, moldear cada curva, distribuir las formas, el color y la vida. Y, a fin de cuentas, todo lo único que puede reproducir es la misma calle recorrida durante tantos años, o el rostro aquel del que se hastiara desde hace tanto tiempo.
Obligado en todo momento a crearme a mi mismo y a mi propio ambiente, perdí el sentido del goce en común. El amor, la discusión, la comida y la bebida, los teatros y hasta los escándalos en los periódicos perdieron su sabor. Al descubrir que eran propias y exclusivas, cesé de tener sentimiento alguno por mis creaciones. Aunque al principio mis deseos fueran tan imperiosos como siempre, la desilusión repetida los despojó del placer de la anticipación, y llegó el día que hasta el deseo me resultó mecánico y odioso.
Del mismo modo que un hombre que en una competición de patinaje sobre hielos sintiera crujir sobre su peso la helada pista, así también temía yo que se abriera a mis pies el abismo en el que temía caer.
Dormir ya no me reportaba alivio ni respiro, sólo me causaba pavor. Una vez tuve un sueño: Estaba cayendo, cayendo con la velocidad de un cometa. La sensación de esta vertiginosa caída se acentuaba mil veces por la idea de que yo mismo era un irresistente espacio sin límites. A veces, por la mañana, prendido a los barrotes de la cama y mirando desde la ventana, tardaba horas en recuperarme. El equilibrio, el centro de gravedad, la solidez de los muebles y el presente, todo esto debía ser restablecido. El regreso a la realidad era tremendo. No podía concebir el fin de este terror. Sin embargo, a pesar de todo, mi mayor terror era el extinguirme.
Tenía que haber un punto en que, como un fantasma, llegase a la defraudación total; pero ese punto, sin duda, se hallaba en el infinito.
Ese es mi estado actual. Sin embargo, no se me debe imaginar como un individuo completamente agotado y deprimido. Me desayuno bien entrada la mañana, leo toda la tarde y, por la noche, me entretengo con una partida de billar o con una función de teatro. Debe haber otros como yo y los busco sin tregua, tal vez con la idea de formar una sociedad de espectros. Un par de ellos hasta podría instalar un hogar, pero los que trato de identificar rehúsan darse a conocer.
Con la desilusión la mente adquiere una extraña lucidez. El cuerpo se vuelve clarividente. Pienso en la muerte como podría pensar en una visita al dentista.
Como lecturas prefiero los libros de anatomía, astronomía, nigromancia y espiritismo. No obstante, soy un hombre serio y, aunque poco culto, desprecio las supersticiones y los meros trucos de prestidigitación en los que los autores de dichos libros parecen complacerse.
Leo cuentos de fantasmas por simple curiosidad, pero no me convencen. ¿Quiénes son esos aparecidos sin cabeza que llevan armaduras o extienden una garra fosforescente hacía la garganta de una víctima? ¿Por qué siempre regresan al lugar de su muerte o al de un crimen, en el que alguna vez tomaron parte? (Nunca volví a la calle donde encontré mi muerte). ¿Por qué siempre de noche? ¿Por qué permanecen mudos y se refugian en la invisibilidad? ¿Por qué toman la forma de un lobo, monje o monstruo marino? Aún siendo capaz de estos engaños (y ciertamente, no lo soy), nunca me rebajaría a practicarlos. El espectro ya tiene suficientes preocupaciones con sus propias angustias pavorosas y tremenda desgracia. Yo me inclino a la vida tranquila.
Muchos cuentos de aparecidos me resultan evidentes patrañas que, sin duda alguna, deleitaran a los lectores que se exalten a expensas del fantasma. No envidio su diversión, pero les podría señalar que el verdadero duende no se encuentra en tales relatos. El empleado del banco que desliza billetes a través de la enrejada ventanilla, la mujer que vende diarios en la esquina, el hombre del tren suburbano, cuya rodilla roza la nuestra, cualquiera de ellos puede ser uno de los nuestros.
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